Fernando Irala
El intento de golpe de Estado de hace unos días en Venezuela es en realidad un momento más de la tragedia que se inició en ese país hace por lo menos un par de décadas.
Cuatro años cumple en el poder por estos días el presidente Maduro, heredero de la dictadura que encabezó por casi tres lustros Hugo Chávez, finalmente derrotado por un cáncer incurable.
Sin el carisma de Chávez, en un lapso históricamente breve Maduro ha llevado a Venezuela de la ilusión tardía del socialismo a la crisis terminal que ahora se vive en la nación suramericana.
Su guerra contra el empresariado, contra los medios de comunicación, contra los partidos opositores, no ha generado el nuevo sistema social que preconiza, sino la desaparición de las clases medias y el empobrecimiento generalizado.
A Maduro y a sus fuerzas “bolivarianas” los sostiene una base social beneficiada relativamente por los mecanismos sociales de compensación que les garantizan diversas prebendas que pueden parecer irrisorias, pero que en el escenario de miseria y escasez constituyen efectivos incentivos para la gente más necesitada.
Pese a ello, el descontento popular crece cada vez más, hasta el punto de haber elegido el año pasado un congreso de oposición y de abatir el apoyo social del régimen.
Las amenazas contra los diputados y la decisión del poder judicial, dominado por Maduro, para suplantar al Parlamento, era una violación tan evidente de su Constitución, que a los pocos días el tribunal tuvo que dar marcha atrás.
El repudio internacional y la creciente sublevación interna tornan cada día más endeble al régimen de Maduro.
Todo ello, sin embargo, no presagia nada bueno. Sin argumentos políticos ni imaginación y sensibilidad para ejercer el poder que heredó, el dictador venezolano sólo tiene la fuerza militar y paramilitar para mantenerse en su menguado poder.
Pero la caída de las dictaduras puede ser terrible y muy costosa socialmente. Ya lo ha sido así en Venezuela. Ojalá no se prolongue mucho el sufrimiento de ese pueblo hermano.