Fernando IRALA
A los días de tensión y desconcierto por la amenaza del presidente norteamericano Trump de imponer un arancel generalizado y creciente a los productos mexicanos, siguió la decisión del gobierno mexicano de no presentar batalla, apelar a una imaginaria amistad, y emprender una negociación que para muchos opositores tiene un nombre más preciso: capitulación.
Lo cierto es que Trump reculó, luego de la firma de un convenio con la delegación norteamericana, y la conclusión fue celebrada como un triunfo con mitin presidencial en Tijuana ante una diezmada clase política.
No se sabe exactamente qué celebramos. Aparentemente, el retiro de la pretensión de imponer aranceles, situación que nunca debió haberse planteado entre los países de una región que tiene un tratado de libre comercio en vías de renovarse. Menos aún, como medida de presión para obligar a nuestra nación a cambiar su política migratoria.
El hecho es que nos comprometimos, según se dijo en el mitin de Tijuana –traición del subconsciente— a aplicar la ley, lo cual significa por un lado la confesión del gobierno de que no la estaba aplicando, y por otro la peculiar circunstancia de que sólo hay un compromiso para cumplirla cuando hay una presión desde fuera que nos obliga.
En fin, de cualquier forma la celebración se nos da a los mexicanos. A lo largo de los años y décadas recientes, en el Ángel de la Independencia se han congregado multitudes fervientes para festejar muy medianas victorias del seleccionado nacional en torneos internacionales, y a veces hasta derrotas “honrosas”.
La reunión de Tijuana parecería surrealista en cualquier otra latitud del planeta. En México es un detalle del imaginario nacional.