Fernando Irala
No son prácticas nuevas; por el contrario, se repiten a lo largo de décadas con el mismo patrón, en comunidades populares a las que la modernidad y la educación aparentemente han alcanzado, pero que bajo el delgado barniz de civilización muestran las facetas más oscuras de un pueblo sin ley, sin justicia y sin discernimiento.
Así ocurrieron los linchamientos en Puebla y en Hidalgo, que dejaron un total de cuatro muertos, y así han tenido lugar por años y décadas.
Está por cumplirse medio siglo de los tristes acontecimientos en Canoa, Puebla, donde en el marco del movimiento estudiantil de 1968 cinco trabajadores universitarios fueron asesinados por la muchedumbre azuzada por el párroco del lugar, acusándolos de comunistas. Hace unos meses, por cierto, un delincuente aparentemente reincidente fue también linchado en esa población.
Y aún pertenece en el recuerdo, aunque ya han pasado catorce años que tres policías federales, comisionados para investigar actividades de narcomenudeo, fueron linchados en una comunidad de Tláhuac, al sur de la ciudad de México, por una turba capitaneada por los propios criminales que se sentían perseguidos.
Son usos y costumbres, dijo entonces la autoridad a la que le correspondía averiguar y castigar los hechos.
Y así seguimos, entre los usos y costumbres de la masa, exacerbados por la proliferación de delitos, las omisiones y complicidades de las autoridades, pero ahora agudizado el fenómeno por la distorsión de la información que propician y magnifican las redes sociales.
Los linchamientos se cuentan por cientos en todo el territorio nacional, e igualmente por varias centenas las víctimas de esa práctica, que niega toda racionalidad y mesura.
Es Fuenteovejuna que ha perdido toda proporción.