Fernando Irala
En la víspera de la conmemoración de la masacre estudiantil del 2 de octubre de 1968, a cincuenta años de distancia, al jefe de gobierno capitalino no se le ocurrió mejor manera de hacerse presente en los medios que mandar a retirar las placas que en diversos espacios del Metro registraban la construcción e inauguración de las primeras líneas.
Es que las planchas consignaban que la llegada del tren subterráneo a la ciudad de México había ocurrido siendo Presidente de la República Gustavo Díaz Ordaz.
El nombre del exmandatario debe causarle escozor al señor Amieva, funcionario que por cierto no fue electo por los votantes de la CDMX, sino que llegó apenas en abril pasado a cubrir la ausencia de quien sí fue electo pero luego decidió mejor anotarse para otro cargo.
Lo transitorio de su encargo no lo inhibió para arremeter contra los registros de la historia del transporte colectivo, aunque fuera lo único que hará en ese rubro.
No le daba su periodo para más, es cierto. Pero es que a su partido, que llegó al poder en la capital de la República hace más de dos décadas, ese tiempo apenas le alcanzó para construir una sola línea del Metro, la 12, y además hacerla mal.
En el sexenio del innombrable Díaz Ordaz, se construyeron tres líneas, y a lo largo de treinta años después de su inauguración, el sistema prácticamente se triplicó. Después, ha vivido de la inercia, cada vez más saturado, más viejo, más ineficiente.
Por ello adquiere algún sentido la orden de retirar las placas con el nombre del expresidente. Las láminas les recordaban a todos los usuarios un tiempo en que las obras públicas se hacían rápido y bien, una época en que la ciudad tenía futuro y no se advertían todavía los signos del deterioro ambiental y en la calidad de vida.
En ese entonces, nadie adivinaba la decadencia por venir y los gobiernos que sufriríamos, en la capital y en el país entero. O era el tiempo de los gobiernos quitaplacas.