Fernando Irala
Por una amplia mayoría, muy parecida a la que las encuestas conocidas fueron mostrando a lo largo de toda la campaña, Andrés Manual López Obrador ganó la Presidencia de la República.
En el tercero de sus intentos, el candidato de Morena se impuso a sus contrincantes, en una contienda que polarizó opiniones y generó enconos y pasiones. Mejor eso que la indiferencia de los ciudadanos o la falsa impresión de que las elecciones no sirven para nada.
Así hemos llegado finalmente al “día después”. La segunda derrota del PRI, luego de la que le infligió el panismo en dos sexenios consecutivos, puede ser la definitiva.
A diferencia de la primera vez, en que Vicente Fox, el extraño personaje de las botas y los dichos campiranos, sacó al PRI de Los Pinos para instalar a los panistas, y el refrendo logrado a duras penas por Felipe Calderón, ahora la derrota del viejo partido parece mucho más contundente y definitiva.
Quien llega a la Presidencia es un viejo político cuyo tesón y firmeza la ha dado frutos. Sin embargo, ello no le hubiera bastado; su fuerza fundamental viene del hartazgo y el enojo ciudadano. La inseguridad, la corrupción, la pobreza, son fenómenos que no son nuevos, pero cuya persistencia y agravamiento terminaron por mellar las estructuras tradicionales de poder.
Para el país empieza el futuro, una etapa en que el candidato ahora triunfante, y luego Presidente, tendrá la responsabilidad de reconciliar a la ciudadanía, encauzar a la Nación en un proceso que beneficie a todos los mexicanos, e insertarnos en un mundo que cambia de manera acelerada.
No será fácil. Menos cuando se ha generado una expectativa de ruptura y radicalización.
A Andrés Manuel y a su movimiento les tocará ahora enfrentarse a la esperanza que ellos mismos generaron en una población golpeada por una realidad dura e injusta.
Han prometido mucho. Y a partir del primer día se encontrarán con la exigencia popular de que se le cumpla.
Ya iremos dando cuenta de la vida con Morena.