Fernando Irala
Casi un mes después de que el huracán Otis azotó con la máxima fuerza Acapulco y sus alrededores, finalmente el Presidente de la República encabezó en el puerto una reunión con su gabinete, en que se dio cuenta de los primeros resultados de la acción gubernamental en los trabajos de reconstrucción y apoyo a la población.
Casi un mes después, luego de sucesivas visitas fugaces, desde la primera fallida que tuvo por momento culminante el jeep atascado en el lodo de una carretera anegada, seguida por otras de las que no consta mayor registro en los medios de comunicación.
Casi un mes después, forzado porque en esa fecha se celebró el Día de la Armada de México, evento que la tragedia obligó a que fuera en Acapulco, pues se hubiera visto como una clara evasión efectuarlo en otro puerto.
Casi un mes después, en la comodidad de un local cerrado, protegido por las fuerzas armadas, aislado de los damnificados, de los deudos de muertos y desaparecidos, de nadie que pudiera molestarlo, increparlo, cuestionarlo.
Casi un mes después, temeroso de provocaciones que pudieran lastimar la investidura presidencial, esa figura que peligra tanto al reunirse con las víctimas de desaparición forzada o de asesinatos del crimen organizado, con feministas o con organizaciones de la sociedad civil, aunque en cambio puede exponerse cada que visita lugares emblemáticos bajo control del narcotráfico, como Badiraguato. Ahí está más a gusto.
Unos días después, esas amenazas se hicieron realidad, cuando ante la protesta de un grupo de profesores y habitantes de la Montaña de Guerrero, el Presidente decidió cancelar su asistencia a la inauguración de un centro de rehabilitación en Tlapa, propuesta suya que aceptaron y realizaron los organizadores del Teletón, encabezados por Televisa.
Un mes después de la devastación de Otis, queda claro que el principal damnificado del meteoro ha sido el Presidente de la República, que ya no puede caminar tranquilo ni victorioso por los desolados caminos del sur. Y tampoco por otros rumbos.