“Amar es lo contrario de lucrarse, es donarse y perdonarse sin más, es como un sueño dentro de otro sueño, que se funde en un anhelo de bondades y virtudes”.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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Reconozco que me entusiasman los espíritus vigilantes, aquellos que están en vela permanente, dispuestos a luchar sin miedo alguno por poner calma allá donde la violación y la barbarie agita los corazones más sensibles e inocentes, o allende donde la libertad se encarcela y la estupidez nos halaga, con la toxicidad de un lenguaje que todo lo falsea, mediante una desbordante necedad de veneración hacia fetiches e ídolos que lo único que hacen es suavemente tomar posesión de nuestra buena disposición, robarnos el corazón y dividirnos en suma. Precisamente, la carga no se alivia activando las armas, sino fomentando los encuentros, en lugar de exterminar al enemigo. Hemos de saber que la enemistad lo único que hace es separarnos, levantar muros, excluirnos unos a otros, construir barreras que nos impiden hermanarnos y armonizarnos. Por eso, es importante cambiar de actitudes, transformarnos en ciudadanos del orbe, capaces de prestar auxilio siempre, pues la mejor invitación es la de ser clemente para poder conciliar diversidades y aminorar conflictos, reconciliando divergencias, a veces hasta consigo mismo. En consecuencia, nos corresponde a cada cual abrirnos a los demás y no ser prisioneros de ese mal que podemos generar. Desde luego, la humanidad en su conjunto, pero además cada individuo en su fuero interno, ha de vencer la actual hipocresía mundana e interrogarse sobre si uno siembra armonía u hostilidad.
Indudablemente, el más efectivo alivio pacificador radica en ser gentes de concordia, en no cosechar cizaña, en parar todas las luchas. Téngase en cuenta que lo único que activan estas operaciones es la destrucción de nuestro propio espíritu humanístico. A propósito, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, dijo recientemente estar impresionada de la situación en México: “Sabía de la violencia, pero no tenía impresión de la dimensión”; afirmando, posteriormente, que “sin seguridad no hay derechos humanos, pero sin derechos humanos tampoco hay seguridad”. Por desgracia, aún nos agitamos más por nuestras haciendas que por actuar con sensatez y sentido común. Ojalá utilizáramos la palabra en su lucidez más poética para aproximarnos y entendernos. ¡Ay los vicios humanos! Jamás utilicemos un vocablo que nos fragmente, nunca, de ningún modo una voz que nos lleve a la guerra, tampoco esparzamos chismes. Al respecto, también el Papa Francisco ha dicho en reiteradas situaciones sobre las habladurías que, frecuentemente, tenemos que mordernos la lengua, porque “quien critica es como un terrorista que lanza una bomba y se marcha, destruye: con la lengua se demuele, no se construye la paz. Pero es astuto, ¿eh? No es un terrorista suicida; no, no, él se protege bien”. Claro, y en ocasiones, todavía se lava las manos para que no quede resto alguno. Bravo, pues, por esos alientos conciliadores que están ahí, en cualquier esquina, serenando los ánimos, haciendo camino, creciendo humanamente para que todos colaboremos en este sueño del amor incondicional, de la entrega generosa, hasta verse en el otro que nos mira.
Porque amar es lo contrario de lucrarse, es donarse y perdonarse sin más, es como un sueño dentro de otro sueño, que se funde en un anhelo de bondades y virtudes. Esto nos ayuda a imaginar otro mundo más habitable. Lo trascendente, al fin, es tender puentes, alzar moradas sin puertas, dar vida sin pedir nada a cambio, trabajar mancomunados que es lo que hace que la vida sea atrayente. En absoluto, por tanto, abandonemos la ilusión. Es lo que nos hace crecer y transcender, vivir y desvivirnos, caminar y no desvanecer. Nada mejor que el deseo para fecundar el destino. Se me ocurre pensar en las mujeres, por aquello de haber hecho resplandecer, dentro de la pluralidad de caracteres, su innata igualdad con el hombre. Nos consta que hoy tienen un mayor control sobre su vida reproductiva, más que en cualquier otro momento de la historia, pero todavía 200 millones de ellas no tienen acceso a anticonceptivos. Es la conclusión del último informe sobre el Estado de la Población Mundial de la ONU. El 58% de las mujeres en todo el mundo usan métodos anticonceptivos modernos, un porcentaje que baja hasta el 37% en los países más pobres. “El hecho de poder decidir el número de hijos y cuándo tenerlos, les ha abierto las puertas a una vida no dominada por la maternidad y la crianza de los niños, y ha contribuido a reducir la desigualdad de género”, dice el análisis; y, en verdad, la mujer ha adquirido en el mundo una influencia, que tenía negada, cuando en realidad ellas son las que pueden ayudar a acrecentar esos soplos conciliadores que nos fraternicen. Nuestros días corren el riesgo de convertirse en noches inhumanas. Sólo ellas, pueden hacer estirpe en un momento de tanto salvajismo, de tanta locura demoledora. Tienen otra sensibilidad. Al fin y al cabo, la dicha no es más que una visión con cuerpo de poesía, que no entiende nada más que de humildad y de acogida.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor