jueves, marzo 28, 2024

Alexander Baránov, pionero y gobernante de la Rusia americana

Luis Alberto García / Juneau, Alaska

*En Alyeska había pieles, pescado, madera y aceite de ballena.

*A mediados del siglo XIX aparecieron el oro y el carbón.

*La Cia. Ruso-Americana, en competencia contra la Cia. de la Bahía de Hudson.

*La “Cuestión de Oriente” y el “Gran Juego” obligaron al repliegue ruso.

*Otros factores, pérdida de rentabilidad y agotamiento de los recursos naturales.

*Edouard de Stoeckel, mediador ante Washington para la venta de Alaska.

En la década de 1860, la población del territorio colonial de lo que aún era la Alaska rusa rondaba los sesenta mil habitantes: dos mil 500 rusos y mestizos, y ocho mil de origen aleutiano y tinglit, no dependientes ni sujetos jurídicamente al gobierno de la Compañía Ruso-Americana, la RAK que administró Alexander Baránov en sus orígenes, a fines del siglo XVIII y principios del XIX.

En 1851, en un contexto histórico a futuro que va más allá de tal acontecimiento, antiguos empleados de la Compañía Ruso-Americana que comerciaban pieles, pescado, madera y aceite de ballena, habían descubierto petróleo en el Cook Inlet, y en 1857 empezó la explotación carbonífera en Port Graham o Coal Harbor, en la península de Kenai, que permitía el suministro a los barcos de vapores que iban de paso.

En 1861 se descubrió oro en Telegraph Creek a orillas del río Stikine, donde el comercio comenzó a prosperar y cuando ya la situación económica de la RAK era incierta debido a otros problemas, como la competencia de la Compañía de la Bahía de Hudson, que ejercía el comercio peletero y por los balleneros estadounidenses que la acabaron de arruinar.

Además, había el intento de exportar carbón a San Francisco, lo cual acarreó pérdidas económicas enormes, sumados los obstáculos para la circulación de los recursos financieros del zar Alejandro II como consecuencia de la guerra de Crimea en 1853 contra los ingleses.

Esta circunstancia hacía imposible la ayuda estatal, al tiempo que el monarca quería revocar la Carta de Monopolio de la antes prestigiosa y potente Compañía Ruso-Americana fundada en el siglo anterior por Catalina II y su hijo Pablo I.

Además, Rusia estaba enfrentada a Gran Bretaña en diferentes flancos y por distintas razones: en la llamada “Cuestión de Oriente” en los Balcanes, y en el “Gran Juego” en Afganistán, reino que los ingleses habían decidido invadir en 1839.

Lo hicieron –aunque erróneamente, con poca visión- para evitar que los emires afganos se convirtiesen en títeres de Rusia -que debió replegarse en América por razones geoestratégicas- y en su plataforma óptima o ideal para dominar el Asia Central.

Esa guerra, que duró de 1839 a 1842, fue descrita vibrantemente por Florentia Sale en las crónicas contenidas en el “Diario de los desastres en Afganistán” de los cuales fue testigo, como acompañante y esposa del general Robert Henry Sale, llegando a la conclusión de que fue una derrota política absoluta para el naciente imperio de la reina Victoria I.

Inglaterra veía con preocupación el avance ruso hacia el Este y con la intención de plantar su hegemonía en Asia Central y llegar a la India, y por ese motivo el imperio británico lanzó la campaña invasora, pretendiendo distraer a los ejércitos zaristas en esa región geopolíticamente fundamental para sus metas expansionistas.

En medio de una situación interna que también complicaba el panorama, el imperio de Rusia deseaba evitar que sus tierras y colonias americanas, indefendibles, cayeran en manos de Gran Bretaña, directamente o a través de la Compañía de la Bahía de Hudson, que operaba desde la costa Este de Canadá, siempre en disputa con Francia.

En consecuencia, en la década de 1860 Rusia ya daba muestras de desgaste por las guerras de Crimea y Afganistán, y porque, quince años después, Alaska se había convertido en un factor importante para evitar problemas y conseguir ingresos, puesto que los costos de la colonia eran elevados, sobre todo por los problemas de abastecimiento.

Éstos no se resolvían ni con el fuerte Ruso (Ross) ni con el acuerdo de aprovisionamiento al que se llegó con la Compañía de la Bahía de Hudson, a lo que se unía la pérdida de rentabilidad por el agotamiento de las pesquerías, la excesiva caza focas nutrias y ballenas y por la llegada de gambusinos buscadores de oro de todas las nacionalidades imaginables.

Esos fueron los prolegómenos a las negociaciones del ofrecimiento ruso de su colonia americana: ya en 1859, Rusia había ofrecido vender Alaska a Estados Unidos; pero, como quedó dicho, las coyunturas nacional e internacional no eran las propicias para una operación de esa envergadura.

En una suerte de última apuesta, en marzo de 1867, el zar Alejandro II renovó la oferta y encomendó a su mediador y embajador sin cartera -el austriaco naturalizado ruso, Edouard de Stoeckel- que promoviera la cuestión, sobre la base de que Rusia pretendía concentrarse en la Siberia oriental.

El comercio y el apenas lejanamente proyectado Ferrocarril Transiberiano de Moscú a Vladivostok –que se concluyó hasta fines del siglo XIX bajo la supervisión del zar Nicolás II, hijo de Alejandro III-, y particularmente la colonización de la región del río Amur, implicaban evitar futuros problemas con naciones emergentes y en constante expansión.

Debido al interés estadounidense sobre la posibilidad de comprar la Alaska americana de los rusos, la propuesta de Edouard de Stoeckel tuvo buena acogida por parte del presidente Andrew Johnson y del secretario de Estado, William H. Seward.

Ambos abogaban por una política expansionista, respaldados por el influyente Charles Sumner, Presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, quien animó a otros legisladores a involucrarse y a promover la compra de tierras y aguas de cuyo valor no tenían ni idea precisa.

Las negociaciones avanzaron y el borrador, presentado por Edouard de Stoeckl el 29 de marzo de 1867, fue aprobado luego de una insólita negociación nocturna ininterrumpida, que, sorprendentemente para la época, duró hasta las 9:00 a.m del 30 de marzo, para ser enviada y ratificada por el Senado.

Así, la adquisición de Alaska fue defendida por Sumner en un elocuente discurso pronunciado el 3 de abril de 1867, dando lugar a que el Senado aprobara el Tratado de Cesión por 37 votos contra dos, por una cifra superior a los siete millones de dólares, seguido de la ratificación del acuerdo por parte del presidente Johnson, el 28 de mayo, para ser promulgado y publicado el 20 de junio de ese año.

Sin embargo, el desembolso de los fondos necesarios encontró oposición en el Congreso, basándose en una razón más que válida: los requerimientos prioritarios de un país que recién empezaba a curar las heridas provocadas por una guerra civil que lo destrozó en cuatro años

La discontinuidad territorial, la lejanía de la nueva adquisición y la escasa rentabilidad, además de los posibles conflictos fronterizos con Gran Bretaña, ya que Alaska estaba por encima de los límites establecidos en el Tratado de Oregon, fueron otros argumentos en contra.

Existía también la indefinición de los límites al Oriente y al Sur, pese al Tratado de Límites de 1825 entre Rusia y Gran Bretaña; pero no obstante tantos inconvenientes, el Tratado de Compra fue ratificado por la Cámara de Representantes y por el Senado.

El nuevo territorio fue denominado simplemente Alaska por los estadounidenses, basándose en dos palabras aleutianas: Alyeska y Alaxsxaq, que significan “Aguas Grandes” y “Tierras Grandes”.

La ceremonia de transferencia del territorio fue fijada para el 18 de octubre de 1867 (a las 9:01.20 a.m.; 14:58:40 p.m., según horario de la Rusia europea), 19 de octubre en Sitka, la capital provisional de Alaska, entregada por el capitán Alexéi Peschúrov en nombre del zar Alejandro II.

El general Lovell Rousseau lo recibió en nombre del gobierno y el pueblo de Estados Unidos, que tardó casi un siglo para que quedara colocado como la estrella 49 en su bandera; pero al fin la puso, hasta el 3 de enero de 1959.

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