Fernando Irala
Entre los muchos temas en que el naciente gobierno de Andrés Manuel López Obrador intenta dar un vuelco, el de la salud es tal vez uno de los más complejos, onerosos y delicados.
Que desaparecerá el Seguro Popular, ha dicho recientemente el Presidente, y además del juego de palabras (“ni es seguro ni es popular”) ha ido más allá al asegurar –valga el pleonasmo—que en dos años habrá un nuevo sistema de salud pública, con calidad y medicamentos gratuitos.
Si era aventurado afirmar que la corrupción y la violencia desaparecerían en cuanto tomara el poder, por el ejemplo en el primer caso y por su política social en el segundo, prometer un esquema de atención de primer mundo en el escaso periodo de un bienio, suena como un objetivo inalcanzable.
No se tienen los recursos para lograrlo. No lo ha podido hacer el IMSS en sus tres cuartos de siglo de vida, ni el ISSSTE en su desempeño desde la centuria pasada, ni las pocas instituciones de salud pública que vienen de muy atrás en nuestra historia.
En el mundo no lo logró ni Obama en cuatro años, aunque lo intentó. En Europa y en el planeta, el modelo es el inglés, en el que participan prácticamente todas las estructuras médicas de esa nación, pero que cuesta muchísimo dinero, financiado ahí por los impuestos públicos.
Es posible tender hacia allá; el Seguro Popular, fundado en este siglo, fue un intento por garantizar atención médica de calidad a quienes no eran cubiertos por los sistemas ya existentes. Es evidente que no lo consiguió a cabalidad.
Sin embargo, luego de un siglo de esfuerzos estatales en la materia, si al actual gobierno cumple lo ya prometido a fines de 2020, será algo así como un milagro.
Si no lo cumple, en realidad nadie podría sentirse sorprendido. Salvo, por supuesto, quienes todavía creen en milagros.