Fernando Irala
A lo largo de medio siglo, uno de los gritos de protesta social más repetidos ha sido el de “2 de octubre no se olvida”.
Durante las conmemoraciones que desde el Zócalo de la ciudad y la Plaza de las tres Culturas en Tlatelolco, hasta muy diversos puntos del territorio nacional se realizaron, la frase volvió a escucharse innumerables ocasiones.
Y no es que haya que olvidar ni la fecha ni lo acontecido; menos cuando los resultados de la última elección y el próximo cambio de gobierno que resultará de ésta, ha vuelto más vivo y presente aquel movimiento.
Pero si no pasamos del recuerdo, de la conmemoración y del lamento, estamos ante un hecho traumático con hondas secuelas que nos impiden seguir con la vida y el destino de las actuales generaciones.
A querer o no, el país se ha transformado profundamente desde entonces, al igual que el mundo. Los jóvenes de hoy se advierten muy distintos a los de las generaciones nacidas al mediar el pasado siglo.
Sin embargo, del 68 nos quedaron traumas sociales que marcan la vida cotidiana y la manera en que actúan los grupos sociales, los cuerpos policiacos y las autoridades encargadas de atender lo que ocurre en la calle.
Como en ningún lugar del mundo, por décadas hemos visto que un pequeño grupo de unas cuantas decenas de personas, pueden impedir el paso de vehículos o peatones en una calle, una avenida, en caminos o autopistas, sin que la autoridad intervenga para garantizar los derechos de terceros, quienes no sólo no tienen nada que ver con la protesta que les afecta el paso, sino que a veces ni se enteran de los motivos de los manifestantes.
En Iguala lamentamos la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa pero ahí y en muchos lugares, como hace apenas unos días en el estado de México, secuestrar autobuses y causarles daños, o robar a camiones distribuidores, tomar casetas de peaje y hurtar las cuotas pareciera normal si se trata de jóvenes estudiantes. Quien ose tratar de impedirlo es por definición un represor.
Traumas similares se vivieron luego de la Revolución Mexicana, aunque ahora ya casi nadie la menciona.
Pero el ir de trauma en trauma no parece la mejor manera de mirar y habitar el siglo XXI.