miércoles, diciembre 11, 2024

Roman Abramovich, siberiano, propietario del Chelsea

Luis Alberto García / Moscú

 

*Ninguna posibilidad para Rusia en la Copa FIFA 2018.

*De diseñador de juguetes, a multimillonario petrolero.

*Todo se le debe a Tatiana Yeltsina…y a su papá, don Boris.

*Vendió las acciones de Slavneft, y adquirió el club inglés.

 

 

Concluido el XX Campeonato Mundial de Futbol, la Copa FIFA / Brasil 2014, a Roman Abramovich nada le extrañó que el representativo de Rusia apenas cosechara dos “míseros empates”  -así lo dijo- ante Argelia y Corea del Sur, y se llevara una “merecida derrota” (1-0) ante Bélgica en los cuartos de final del Grupo H.

 

A esas cuatro selecciones les correspondió jugar en Río de Janeiro, Cuiabá, Porto Alegre, Curitiba y Sao Paulo, de donde salieron vivos los argelinos y los belgas, de modo que los rusos del italiano Fabio Capello -técnico importado por millones de rublos para hacerse cargo de la Sbornaya- ya daban síntomas de un malestar -la mediocridad- que no logró aliviarse en los siguientes tres años.

Y a ello obedecen los adjetivos de burla del magnate siberiano propietario del Chelsea de Londres -un equipo que, con más de 80 temporadas en la Premier League desde su fundación en 1905, logró pocas hazañas-, quien jamás dio mayor relevancia al futbol de su país de origen, no obstante haber impulsado la campaña para conseguir la sede de 2018 en apoyo al gobierno de Vladimir Putin, y de haber aportado cinco millones de dólares para cubrir los sueldos atrasados de Guus Hiddink, uno los técnicos que tuvo Rusia.

En su opinión, las únicas  estrellas que han brillado en los últimos años, son Igor Akinfeev del CSKA -portero que mantiene intocada la tradición de Lev Yashín y Rinat Dasaev, inmortales bajo el arco nacional-, Ilya Kutepov, Denis Glushakov, Alexei Samedov, Dimitri Kombarov y Roman Zobnin, todos del Spartak de Moscú, el equipo favorito de la familia Abramovich.

Para Roman Abramovich hay un antes y un después: nació en 1966 en Saratov -ciudad industrial y puerto fluvial de Sibir (Siberia) en el suroeste ruso-, año en que el equipo de futbol de la Unión Soviética se quedaba encallado en el cuarto lugar de la Copa Jules Rimet de Inglaterra ante Portugal.

Era el canto del cisne de los hermanos Ivanov, Yashín, Tchesternev, Lovchev, Metreveli, Netto y otros jugadores de ilustre apellido en proceso de jubilación, representantes en retiro de un balompié que iría dando tumbos en los siguientes torneos mundialistas,

A eso, en buena medida, obedece que Abramovich, con 35 años de edad y una millonada de dólares en sus cuentas, se decidiera a entrar a las grandes ligas del futbol europeo lejos de Rusia.

De su vastísimo territorio extrajo y sigue extrayendo los millones de dólares para cumplir sus gustos a través de Sibneft, el primero de sus emporios petroleros, y después de Slavneft, la segunda entre sus prioridades empresariales, generadas en el peor de los escenarios de una nación desmembrada, sumida en el caos económico durante la última década del siglo XX.

Las precipitadas ventas de garaje propiciadas por el gobierno neocapitalista del presidente Boris Yeltsin, sucesor de Mijail Gorbachov –con Anatoli Chubais como su cerebro financiero-, propiciaron que Roman, con 24 años, pasara a ser dueño de ambos consorcios, amasando en breve lapso una fortuna enorme.

Ese arriesgado episodio permitió que se pudiese incorporar al selecto grupo de los nuevos millonarios, entre quienes destacaron Mijail Jodorkowski -personaje que permanecería preso durante diez años por evasión de impuestos-, y Mijail Kusnirovich, que también tiene una azarosa historia, ésta ajenas al futbol, reverso de Abramovich, fanático a muerte, primero de su Chelsea londinense, después, por tradición familiar, del Spartak moscovita.

Además de la habilidad, inteligencia y otras prendas tal vez menos edificantes, que hicieron de Roman Abramovich lo que es, algo tuvo que ver su noviazgo con  Tatiana Yeltsina, hija de ya sabemos quién, ávida de amores, que introdujo en 1991 al entonces joven empresario -diseñador y dibujante, fabricante de juguetes- a la nomenklatura presidencial.

Yeltsin –con o sin nalifka dulce y aromática del Cáucaso, o vodka entre su ancho pecho y amplia espalda- experimentó entonces enorme simpatía por quien pudo haber sido su yerno, caracterizado por una timidez congénita, incompatible con la sagacidad requerida para llegar hasta donde llegó

Pasada y bien conducida su fiebre por el llamado oro negro, consolidadas Sibneft y Slavneft, Abramovich, de familia judía, huérfano de padres desde la niñez, adoptado y educado por un tío paterno, funcionario petrolero, decidió en 2003 la compra del equipo de los “blues” de la capital de Inglaterra.

Con Vladimir Putin en el gobierno a partir del año 2000, Roman decidió buscar nuevos horizontes, vendió a Jodorkovski el 20% -el equivalente a tres mil millones de dólares- de una de las empresas, se naturalizó israelí y compró mansiones fastuosas en Niza y Londres  para tener una vida menos austera y más acorde a su condición de nuevo rico.

Al enterarse que un equipo inglés requería de auxilio para salvarse no só lo de irse a la Segunda División de la Premier League, sino de su desaparición, Abramovich decidió adquirir acciones, hasta convertirse en socio mayoritario –y a la postre en su dueño absoluto-, forzando a que se realizaran cambios en todos los niveles del club.

La transición de pobre a rico llegó al Chelsea con el multimillonario ruso, quien lo primero que hizo fue salir de compras a Francia a buscar a Thierry Henry, a Argentina por Sebastián Verón, a Holanda por Edgar Davids y a España, para, de ser posible, gestionar la adquisición de las piernas de Raúl González Blanco, artillero histórico del Real Madrid, que no logró.

Esta es la primera parte de una historia, política y deportivamente correcta, que proseguirá con la historia dedicada a engrosar una nómina repleta de nombres no célebres, sino celebérrimos de futbolistas y entrenadores, ninguno ruso, por cierto, a quienes Roman Abramovich, magnate futbolero-petrolero, califica de “mediocres, por los que no vale la pena gastar ni siquiera en rublos, mucho menos en dólares o en euros”.

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