martes, abril 30, 2024

DE ENCANTOS Y DESENCANTOS: Blackout

Mónica Herranz*

Era una chica normal, por un buen tiempo fui una chica normal y, ¿a qué me refiero con eso?, bueno, asistía a la escuela, iba a la prepa, tenía una rutina, me levantaba, me bañaba a diario, desayunaba, iba a la escuela, regresaba a casa a comer, salía o veía a algunos amigos en la tarde, antes o después de eso hacía tarea, hablaba por teléfono con alguna de las amigas que acababa de ver o con la que no hablaba desde que nos despedimos en la escuela, cenaba y a dormir. Y así eran mis días normales entre semana. Los fines de semana salía a fiestas con mis amigos y a veces me tocaba ir con mis papás a algún lado o a alguna reunión familiar.

Pero esa normalidad “tan normal” tenía sus particularidades, la escuela a la que asistía era una escuela en dónde iban a parar todos los chicos que habían sido corridos de otras escuelas, es decir, y lamento el término si a alguien le incomoda, propositivamente o por accidente, estábamos ahí por ser una bola de inadaptados. Cualquier psicólogo hubiera sido feliz en ese colegio, un derroche diario de mecanismos de defensa, actitudes rebeldes, conductas desafiantes, por decir lo menos, pero bueno, ni a psicólogo llegábamos,

La familia no era la excepción, una bonita familia pantalla, que de puertas para fuera brillaba como estrella y de puertas para adentro estaba estrellada, resquebrajada. Mis papás ya no se llevaban nada bien, pero ahí seguían juntos, todos sabíamos que mi papá tenía otra mujer, mi mamá también lo sabía, y vivíamos “felices”, no los 4, sino los 7; mis papás, los hermanos que en total somos 4 y la amante de mi papá. Ella era como una especie de fantasma, porque nadie la conocía, se suponía que no existía, pero todos creíamos haberla visto al menos una vez en la vida.

En fin, entre todo esto, allá por mis diecinueve, aún en la prepa, porque evidentemente había recursado algún año, llegaron a mi vida las drogas y las nunca bien ponderadas malas compañías. Todo me valía por ese entonces y hacía ver a mis peores compañías como las mejores a ojos de mi mamá, que era habitualmente la encargada de los permisos. No era complicado, ella estaba en sus cosas y en plena adoración hacia mi hermano menor, le importaba lo que él hacía, lo que el decía, lo que él quería y poco más. Mi papá generalmente estaba trabajando y cuando no, ya pueden suponer en donde estaba.

Desde más chica salía a bares y antros y por dónde vivía eran muy comunes las reuniones en casas de amigos, y así pasó el tiempo, de casa en casa, de fiesta en fiesta, de droga en droga. Cuando salí de la prepa estaba por cumplir los veinte y realmente no sabía qué quería estudiar, así que me dediqué a ese bonito pasatiempo hoy en día conocido como ser nini.

En algún momento se me acabó la gracia de ser nini y tuve que ponerme a trabajar; como físicamente siempre he sido muy agraciada, muy guapa, no me costó trabajo conseguir un empleo como hostes en un prestigiado y lujoso restaurante de la ciudad. Tenía que ser condescendiente con los clientes y desde luego siempre amable y sonriente, por lo que con frecuencia me fumaba un churrito de marihuana antes de iniciar la labor para estar relajada. En ocasiones, cada vez más constantes, los clientes me invitaban una copa y ya después de unas cuantas, me metía una rayita de coca para bajarme los alcoholes y aguantar el resto de la noche.

Pero no, no crean que era sólo una cuestión de trabajo, ¡oh pobre de mi que tengo que recurrir a las drogas por aguantar y salir adelante! ¡no!. Me gustaban, me desinhibían, me la pasaba genial, y lo mismo las consumía por trabajo que por pura diversión.

En el círculo en el que me desenvolvía llegaron a decirme naricita de oro, por la cantidad de cocaina que había consumido. Más tarde ya me parecía un poco aburrido eso de la coca y seguí con los ácidos y las pastillas, y en general consumí anfetaminas, opiáceos y/o alucinógenos y cada vez en mayores dosis.

Cuando también me aburrí de lo de ser hostess, en mi casa, para que pudiera tener una ocupación, ya que decidí no estudiar más, colaboraron para que pusiera una papelería. De día medio trabajaba, fiaba mucho o al menos eso decía yo en casa, lo cierto es que cambiaba materiales diversos por algunas drogas y así iba la cosa, a veces bien a veces no tan bien, hasta que un día noté unas sombras raras en la esquina que me vigilaban, me veían todo el tiempo, desde que abría hasta que cerraba. Empecé a sentirme incómoda con eso y se lo dije al mayor de mis hermanos. Él estuvo ahí toda la jornada varios días y decía que no había nadie, pero yo estaba segura de que sí. Quizá se habían cambiado de lugar o habían contratado unos telescopios de largo alcance y por eso ya no necesitaban estar tan cerca, pero de que me observaban, ¡me observaban!. Entonces decidí poner unas mamparas que obstaculizaban la vista al interior de mi papelería, pero ellos resultaron más inteligentes. ¡Habían puesto cámaras por toda la tienda!, era algo muy sutil, y lo hicieron de manera que sólo yo pudiera notarlas, estaban en los lápices, ¡si! en dónde está la goma, ahí tenían insertada una microcámara, y en los lapiceros también, y las plumas, tiré todo a la basura, ¡cretinos!. Pero ellos insistieron y ahora las cámaras estaban en los focos, en las vitrinas, en los anaqueles, ¡no podía más con eso!, ¡me grababan y me escuchaban todo el tiempo! y por eso es que finalmente le hice caso a aquella voz que constante e incisiva mente me decía ¡termina con ellos o ellos terminarán contigo!. Prendí fuego a la papelería, si creían que iban a poder conmigo estaban equivocados.

Obviamente ya no pude ir a trabajar a la pape, por lo que pasaba largos tiempos en casa, de hecho casi todo el día. Mis hermanos y a veces mis papás me decían que saliéramos o que tenía que salir, pero yo no quería porque sabía que ellos, las sombras, seguían ahí al acecho, ya sabían dónde vivía, lo habían averiguado. En muchas ocasiones le pedí a uno de mis hermanos o a un buen amigo que me llevaran un pase de coca o algo para calmarme y lo hacían de buena gana, sólo eso me tranquilizaba. Poco a poco fui reforzando la seguridad en casa, pedí que se pusieran tres cerraduras más en el garage, otras tres en la puerta principal y puse cinco cerrojos en la puerta de mi cuarto, también pedí que se pusieran cortinas negras blackout en toda la casa, ¡ellos me estaban espiando, y supe además, que querían envenenarme!. Yo los veía todo el tiempo, aunque los demás decían que no había nadie, sabía que estaban ahí. Caminaba siempre a gatas por la casa para impedir que me vieran y para despistar me corté el pelo y lo teñí de un color opuesto al mío.

De pronto noté que tanto mi familia como mis amigos me miraban raro…claro, ahí lo entendí todo, parecía que no me creían, me decían que eran ideas mías, pero en realidad, sólo había dos opciones, o estaban en contubernio con las sombras o ellas habían poseído el cuerpo de mis familiares y amigos para meterse a mi casa, no había más explicación. A la par de ese descubrimiento, también caí en la cuenta de que mi casa ya estaba llena de cámaras y micrófonos, así como pasó en la papelería. Dejé de bañarme por que sabía que en los agujeritos de la regadera también había cámaras y ya ni sabía que comer o que beber por que cualquier cosa podría estar envenenada.

Me vestía toda de negro, toda, y me ponía guantes y un pasamontaña para que no pudieran detectarme dentro de casa, ya sabía que tenían miras infrarojas que podían atravesar las cortinas blakout. Y aun así, con todas las trampas y protecciones que puse en casa, las claves de seguridad, etc, llegó el día fatal. Los que decían quererme y protegerme me entregaron, las sombras entraron por mí como Pedro por su casa, ¡desde luego que di la batalla!, pateé, arañé, rasguñé, incluso traté de usar en defensa propia el cuchillo que desde hacía mucho escondía entre el calcetín y el pantalón, lancé puñetazos sin ton ni son, mordí, me retorcí, maldije y después… sólo sentí un pinchazo, hasta ahí recuerdo, todo fue silencio, todo fue blackout.

Pasé un largo tiempo en un hospital psiquiátrico en tratamiento y rehabilitación, trastorno psicótico de tipo esquizoparanide inducido por sustancias; ese fue mi diagnóstico.

Dijeron que tuve preocupación constante por una o más alucinaciones o ideas delirantes, y que para el diagnóstico no habían incluido las alucinaciones que reconocí conscientemente que fueron provocadas por algunas sustancias.

Encontraron en mi historia clínica o en la exploración física o en exámenes de laboratorio:

  • que las alucinaciones o las ideas delirantes aparecieron durante o en el mes siguiente a una intoxicación por abuso o abstinencia de sustancias y que habían persistido por más de un año desde el inicio de los primeros síntomas.

  • que el consumo de un medicamento que tomaba (droga) estaba relacionado directamente con la causa de la alteración.

También determinaron que la alteración no se explicaba mejor por la presencia de un trastorno psicótico no inducido por sustancias. Las pruebas de que mis síntomas no eran atribuibles a un trastorno psicótico no inducido por drogas, eran que los síntomas venían de la mano al inicio del consumo de la sustancia o persistían durante un periodo sustancial de tiempo tras la abstinencia aguda o la intoxicación grave; que eran síntomas claramente excesivos en relación con lo que cabría esperar por el tipo o la cantidad de la sustancia que hubiera utilizado o la duración de su uso y que además los síntomas habían sido lo suficientemente graves como para merecer atención clínica independiente.

Yo los escucho y asiento porque ya me quiero ir, no sé a dónde, sólo sé que me quiero ir. Aquí me obligan a tomar medicamento y con eso a veces me siento mejor, incluso hasta creo que lo que me dicen es verdad y que la equivocada soy yo, pero vivo navegando en un mar de dudas e incertidumbre.

Por si acaso, cada vez que puedo evito tomarme lo que me dan, finjo que lo trago y no lo hago, a veces se dan cuenta y tengo que mostrar que he tragado y otras logro deshacerme a escondidas de la medicación.

Ya no estoy segura de qué es real, si la realidad que vivo cuando tomo la medicación o la realidad que vivo cuando dejo de tomarla. Y aun en mis mejores días, y aunque no se lo diga a nadie, suelo hacer un barrido con el rabillo del ojo a mi alrededor, por si acaso los vuelvo a ver, porque sé y a veces siento, que esas sombras, de nuevo vendrán por mi.

Psi Mónica Herranz

Psicología clínica – Psicoanálisis

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psiherranz@hotmail.com

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