José Antonio Aspiros Villagómez
(segunda parte)
Hace cuatro décadas, la decisión del entonces presidente José López Portillo de apoyar “con todo su poder” el rescate de los vestigios mexicas en el centro de la Ciudad de México, encontró sin embargo algunos baches y ruido mediático lo cual no impidió la puesta en marcha del Proyecto Templo Mayor el 20 de marzo de 1978.
Uno de los principales impugnadores, más preocupado por el rescate de la catedral que de la pirámide prehispánica, fue el crítico e historiador de arte Jorge Alberto Manrique, para quien en las excavaciones arqueológicas sólo hallarían “los restos de un perro”.
Se vislumbró también cierta divergencia entre el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) -responsable del rescate- y el Departamento del Distrito Federal (DDF), cuya directora de planeación, Ángela Alessio Robles, anunció -casi de inmediato y en consonancia con la orden presidencial- que serían expropiadas las construcciones de otros 40 mil metros cuadrados. Alarmados, los propietarios de inmuebles vecinos buscaron ampararse.
Manrique era entonces director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional, es decir, se dedicaba al estudio de la belleza y el arte, una palabra ésta última por la cual -en contrapartida- “muchos arqueólogos mexicanos contemporáneos” sentían “verdadera alergia” pues los objetos a rescatar y restaurar no habían sido hechos para la contemplación; lo que buscaban en ellos era un mensaje mágico-religioso y muy a su pesar iban a parar a los museos para ser exhibidos, según el dermatólogo francés Dominique Vérut Goudet, (Champagne, 1925 – México, 2013), fundador de la Alianza Francesa, aficionado práctico a la arqueología y autor del epílogo del libro citado en la primera parte de esta serie, El Templo Mayor (Bancomer, 1981).
El 23 de julio de 1978, como informó entonces este tecleador, el director del INAH Gastón García Cantú rechazó con dureza las afirmaciones de Manrique en el sentido de que en esos 40 mil metros cuadrados había construcciones coloniales y serían demolidas, y eso era “faltar a la verdad”. En efecto, de acuerdo con el primer director del Proyecto Templo Mayor, Eduardo Matos Moctezuma, “los inmuebles que finalmente se removieron fueron trece”: nueve de los años 30 del siglo XX y cuatro del XIX, dos de ellos con “elementos coloniales”, y se trabajó también en lotes baldíos donde había estacionamientos.
Matos lo menciona así en el libro citado, y advierte que de todos esos edificios “el más importante” era el de la librería Robredo, y ya “se encontraba en un alto grado de deterioro estructural”. La fachada -ya con desplome- de esa construcción daba a un tramo ya inexistente de la calle Guatemala que estaba a desnivel como si tuviera un lomo, y por donde pasaba el tranvía en los tiempos felices de los transportes eléctricos.
Quien fuera además director del Museo de Arte Moderno, Jorge Alberto Manrique, fue entrevistado años después (23 de junio de 1990) por Héctor Rivera, de la revista Proceso, a quien reiteró su persistente preocupación por los riesgos que afrontaba la catedral. Entonces llamó “estupidez” al rescate del Templo Mayor y explicó de qué manera las excavaciones afectarían a los inmuebles adyacentes, entre ellos el citado templo.
Con ello justificó su oposición a esos trabajos arqueológicos, “pero ante el poder todo el mundo se dobla”, dijo respecto a la decisión presidencial de demoler y excavar, y lamentó: “aunque todos sabían lo que pasaría (NR: pero no ocurrió) … ni Gastón García Cantú, director del INAH entonces, ni nadie, tuvo valor para decirle eso al presidente”.
El presidente López Portillo había reconocido en sus memorias tituladas Mis tiempos: “vi que podía hacerse, y dije: ¡hágase!”, en referencia al rescate del Templo Mayor, y Manrique lo lamentó en sus declaraciones a Proceso: “Qué sabe el presidente de eso, hacerlo sin consultar a nadie; sólo dijo ¡hágase! Eso es un acto de tiranía”.
Según la Carta de Venecia de la Unesco sobre patrimonio mundial -alegó también- “ninguna época puede considerarse más importante que otra, de modo que no se vale destruir lo colonial por lo prehispánico”. No obstante, como sostenía Matos, los edificios demolidos no eran coloniales, y en el caso de la librería Robredo “se enumeraron las piedras y se trasladó la balconería a la Dirección de Monumentos Históricos para su resguardo”.
¿Eran tan importantes el hallazgo de Coyolxauhqui y el proyecto que derivó del mismo, como para provocar tal revuelo? Lo veremos. (Continuará).
PIE DE FOTO:
Catedral vs. Templo Mayor, según los alegatos del experto crítico de arte Jorge Alberto Manrique. (Foto: Héctor Montaño, INAH).