Miguel Tirado Rasso
mitirassso@yahoo.com.mx
Con la carga del peso de la prueba encima, por aquello de la fama del partido que sabia gobernar, el PRI rompe candados y abre posibilidades a simpatizantes que puedan sumarle votos en una elección en la que, para bien o para mal, la competitividad política-electoral, tras la alternancia, plantea posibilidades de triunfo a partir de un poco arriba de un tercio del total de votos emitidos. Asimismo, otros partidos políticos están ocupados en la tarea de sumar aliados para fortalecer sus posiciones.
La buena noticia de semejante fragmentación preferencial, describiría un escenario de alta participación ciudadana en las urnas, reñida competencia entre oposiciones con gran respaldo popular, enfrentadas al enemigo tradicional, el de los tiempos del carro completo, o casi. La mala, la de nuestra realidad, es un nivel de competencia hacia la baja. Partidos políticos que no convencen y ciudadanos que, decepcionados de la política y sus actores, menosprecian el poder de su voto, absteniéndose o anulándolo. El resultado, una votación cada vez menor, que no da para grandes mayorías y, en el mejor de los casos, dividida en tercios.
En los regímenes democráticos, gana quien obtiene el mayor número de votos, aunque sólo sea por la mínima diferencia de un voto. Esto, que es una verdad universal en los sistemas democráticos, en nuestro país hay resistencia para aceptarlo y se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza por los cuestionamientos, impugnaciones, denuncias y quejas que plantean dudas sobre la veracidad de los resultados y la imparcialidad de las autoridades electorales.
A diferencia de otros países, en el nuestro no hay quien acepte su derrota electoral. Todos los contendientes son triunfadores hasta demostrar lo contrario, y cuando esto sucede, son contados los casos en que los perdedores reconocen el triunfo de su adversario, con lo que dejan sembrada una duda que llega afectar la credibilidad de las instituciones electorales, en una estrategia que busca debilitar su autoridad.
La época de los triunfos arrolladores se acabó con la alternancia de la elección presidencial en 2000. Vicente Fox (42.50%) le sacaría sólo seis puntos a su contrincante priista, Francisco Labastida (36.11%). Todavía en la última elección presidencial del siglo pasado, la de 1994, el candidato triunfador, Ernesto Zedillo (48.69%) del PRI, había superado por casi el doble de votos a su contendiente panista, Diego Fernández de Cevallos (25.92%).
Y, si bien, como decimos, la competencia electoral, se cerró, a partir de la alternancia, siguió siendo parejera. Es decir, una lucha entre dos, aunque entre adversarios diferentes. En los comicios de 2006, PAN y PRD, con sus candidatos, Felipe Calderón (35.91%) y Andrés Manuel López Obrador (35.29%), respectivamente, tuvieron un final de fotografía, desplazando al candidato tricolor hasta un lejano tercer lugar. La elección de 2012, continuó siendo una disputa entre dos, sólo que ahora entre el PRI y el PRD. En esa ocasión, el candidato tricolor, Enrique Peña Nieto (38.20%), derrotaría al postulado por el PRD, Andrés Manuel López Obrador (31.57%), por una diferencia de casi siete puntos. El tercer lugar le correspondería a la candidata panista Josefina Vázquez Mota (25.68%).
Según prevén quienes hacen pronósticos, la pelea por la silla presidencial en 2018, podría consistir, por primera vez en la historia moderna, en una cerrada competencia entre tres fuerzas fortalecidas por alianzas para disputar el tercio que les permita estar en la competencia. El índice de participación electoral ha ido decreciendo desde la elección de 1994, que fue de 77.16%, mientras que en la de 2000, se redujo a 63.97%, y en la de 2006, a 58.55%. En 2012, volvió a elevarse a 63.14%; sin embargo, algunos cálculos predicen una participación, en 2018, de menos del 50 por ciento.
La posibilidad, muy real, de un triunfo con no más de 35 por ciento de los votos emitidos, ha generado inquietud y dudas sobre la legitimidad de quien lo obtenga, al considerar que con una participación ciudadana en las urnas, inimaginable, según mi opinión personal, de un 63.9 por ciento de la lista nominal (85.9 millones de electores), porcentaje que plantea como aspiración el INE, el candidato ganador a la presidencia del país estaría siendo apoyado por únicamente 19.2 millones de ciudadanos, de un universo de 85.9 millones de electores. Esto es, estaría gobernando a una población cuyo 77.64 por ciento no habría votado a su favor, lo que dificultaría la gobernabilidad, según se alega.
Ciertamente un resultado así, no es lo ideal, pero sin duda que es legal y de acuerdo al sistema democrático que nos regula, impecable. Si tres fuerzas políticas se disputan el poder, en una competencia equilibrada, no es posible pensar en triunfos como los de los tiempos pasados de carros completos o de competencias parejeras. Y tratar de enmendar nuestra realidad electoral, con propuestas como segundas vueltas, resultan ahora improcedentes.
Se tendrán que privilegiar los acuerdos, las negociaciones, las alianzas. Agudizar la práctica política para alcanzar las mayorías requeridas para el ejercicio de gobierno.
Mucha política, pero con mucha administración.