Por Pablo Cabañas Díaz
La figura del escritor marginal atraviesa el continente americano como una grieta que no cierra. En México y Estados Unidos comparte la misma pulsión: rechazar el centro, escribir desde la borrachera, la calle, la pobreza voluntaria y convertir la propia derrota en literatura. No buscan redimir al marginado; lo exhiben sin maquillaje, porque ellos mismos son el marginado.
En México, la marginalidad literaria explota en dos momentos clave. Primero, la Literatura de la Onda (José Agustín, Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña) rompe con el lenguaje oficial y la novela “seria” de los cincuenta. Sus adolescentes hablan en caló, escuchan rock y odian a sus padres; son los hijos incómodos de la clase media que el milagro mexicano quiso ocultar. Después llega el infrarrealismo de Mario Santiago Papasquiaro y Roberto Bolaño: poesía escrita en cuadernos sucios, en departamentos sin luz de la colonia Guerrero, contra Octavio Paz y contra todo el establishment. Su lema podría ser el de Papasquiaro: “Escribir como si te fueran a matar mañana y nadie te fuera a leer nunca”.
Al norte, la tradición es más antigua y más mitificada. Los beats (Kerouac, Ginsberg, Burroughs) convierten la marginalidad en performance: viajes en autobús Greyhound, jazz, en tiempos de represión macartista. Luego llega la segunda oleada: Charles Bukowski, el cartero alcohólico que escribe sobre prostitutas, apuestas perdidas y trabajos miserables en Los Ángeles; Jim Carroll cantando en los baños del CBGB; Hunter S. Thompson disparando metralletas en su rancho de Colorado.
Lo fascinante es que, separados por una frontera, comparten idénticos gestos: desprecio por la universidad, por las becas Guggenheim, por la “buena literatura”. Fadanelli en Ciudad de México y Bukowski en Los Ángeles podrían haberse encontrado en cualquier bar de mala muerte y reconocido al instante. Ambos escriben sobre perdedores que no buscan redención, sino seguir perdiendo con dignidad. Ambos saben que la marginalidad no es pose: es consecuencia de negarse a mentir.
Hoy, cuando la literatura parece condenada al bestseller o al posgrado en escritura creativa, los marginales siguen recordándonos que escribir también puede ser un acto de resistencia sucia, sin permiso ni patrocinio. Desde la frontera de Tijuana hasta los suburbios de Detroit, su mensaje es el mismo: la literatura verdadera no nace en las residencias, sino en las crudas, en la cárcel, en la colonia perdida donde nadie quiere vivir.
