Rarámuris, hijos del viento y la montaña

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Adrián García Aguirre / Creel, Chih.

*“La Tierra es nuestra madre, nos da todo”.
*Porochi y Cuiteco, poblados de los grandes atletas serranos.
*Los pies ligeros de los habitantes del Yúmari de la Sierra.
*El compromiso de ganar en nombre de la comunidad.
*“Antes de los maratones, los indios ya veníamos corriendo”.

Antes de las carreras de maratón, los grandiosos rarámuris ya corrían con pies ligeros por su tierra escarpada, entre las piedras de los montes, los pinos y oyameles que permanecen eternos en la Sierra Tarahumara de Chihuahua.
En el pueblo de Porochi, donde ellos viven en el estado de Chihuahua, las casas de madera son tan escasas que parece que cayeron salpicadas desde el cielo; pero apenas hay caminos, no existe señal telefónica ni un censo que precise el número de habitantes que lo habitan.
En ese poblado habrá doscientos o trescientos, estima Miguel Lara, quien se siente orgulloso de ser llamado “hijo de la montaña” por sus pasos, su zancada, su sangre y su historia.
“Tarahumara significa ‘el de los pies ligeros’”, dice el maratonista indígena detreinta años, a quien las carreras de cinco, diez o quince kilómetros no le hacen ni cosquillas, y es que Miguel —ligero— corre cincuenta, cien, ciento sesenta.
Durante cinco, doce o veinte horas corre, despega en soledad, en equipo o con sus hijos, surca polvo, pendientes y rocas, sin que la mente titubee y los calambres fastidien, porque resiste como las barrancas al Sol en esta tierra escarpada que más de cincuenta mil rarámuris habitan al norte de México.
“Eso es lo que hacemos”, cuenta con cierta timidez. “Mucho antes de que existieran los maratones, los indios ya veníamos corriendo”, como añadió Cristina, un de las muchas corredoras rarámuris que escuchan instrucciones antes del inicio de la carrera de Cuiteco.
“Cuando recién nos casamos, íbamos hasta Urique por la comida”, dice la esposa de Miguel, Mari Estrada, en la pequeña cabaña que comparte con sus hijos de tres y once años: “Se hacen unas cuatro o cinco horas caminando; pero corriendo un poco menos, como dos”.
En sus montañas la distancia, la escasez y el aislamiento se combaten trotando y a pie se va de un caserío a otro, a la iglesia, a la escuela y a las contadas tiendas que el progreso ha dejado por aquí y por allá.
“Cuando uno corre anda a gusto”, dice Mari, con el pelo negro acomodado en una trenza y los pies sobre sandalias de hule que amarra con tiras de cuero blanco.
Como Miguel y el resto de los corredores rarámuris, corre como le dicta el cuerpo, sin entrenador, sin calzado deportivo de última generación y sin relojes inteligentes.
Evelina Rascón habla con una compañera de equipo antes del inicio de la carrera, pues para ella correr es parte de su cultura: “Empecé a ver correr a las personas más grandes. Miraba que aguantaban muchas horas y decía: ‘¿Cómo es que aguantan tantos kilómetros corriendo? ¿A poco yo no podría hacer lo mismo?’”.
Entre los suyos, correr también es sagrado, y por ello los tarahumaras organizan competencias durante sus ceremonias religiosas, se agrupan por categorías —hombres, mujeres y niños—, y apuestan ropa, dinero y ganado, lo que despierta en los corredores la responsabilidad de no correr por sí mismos, sino por todos.
“A eso va uno” -dice Miguel- ,“te echas el compromiso de ganar para toda la comunidad”.
En una de estas fiestas —que los tarahumaras llaman Yúmari y se realizó recientemente en el diminuto pueblo de Cuiteco —Evelina, trece años, pelo azabache, falda brillante en violeta y verde— era la esperanza de su equipo.
“Empecé a correr desde que entré a la primaria, cuando tenía seis años”, dice con una sonrisa recatada. “Le echaba ganas con mi tía. Ella corría mucho, le gustaba y aprendí a correr con ella”.
Casi con vergüenza, cuenta que en el plano más profesional “sólo” ha corrido medios maratones —21 kilómetros— en “no menos” de hora y media —el promedio difícilmente baja de dos horas— pero añora romper su marca y trabaja duro para lograrlo.
“Si nos mandan por algo, vamos corriendo”, añade. “O camino de aquí a mi casa y, en las subidas, subo corriendo”.
Aunque ella trota con zapatillas de deporte, su mamá —la corredora más veloz del Yúmari y Cuiteco— aún prefiere el hule y las tiras de cuero.
“Siempre corro con sandalias”, dice Teresa Sánchez, de treinta años: “Me duran tres años. O dos. Depende, pero tienen más solución que los tenis”.

 

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