Federico Berrueto
Qué necesidad de hacer propio un problema ajeno, pregunta obligada en el tema de la decisión de la presidenta electa Claudia Sheinbaum de excluir al jefe de Estado español de la ceremonia de su toma de protesta. López Obrador, por motivaciones personales y quizá por sus fijaciones históricas decidió tener una mala relación con España, a pesar de la importante presencia hispana en el país y de que el gobierno español es afín a la izquierda, además, con la inclusión del grupo político más próximo a la visión obradorista. Su misiva a la corona española de 2019 en la que demanda disculpas por los excesos de la conquista fue un acto de provocación en forma y fondo; como tal fue manejado por el gobierno español. Mereció el desdén por la mala forma de plantear diferencias, como ocurrió recientemente con el presidente norteamericano por la detención del Mayo Zambada. Ante la necedad, la sonoridad del silencio.
López Obrador es rehén de sus fijaciones, tan es así que ha anunciado que después de ser presidente habrá de dedicarse al estudio de la historia antigua de México. En hora buena por el futuro expresidente. Pero, no tiene derecho hacer de lo propio un problema para el país. México desde hace tiempo tiene una muy buena relación con España, robustecida con la democracia y la apertura económica de México. Resulta funcional a la historia del siglo pasado y también a la modernidad reciente la proximidad con España.
El conflicto que el presidente plantea es ocioso. El reclamo a la corona española de disculpa por los excesos y la crueldad de la conquista es un absurdo que sólo adquiere sentido y provecho a partir del sentimiento agravio que sí existe en muchos mexicanos respecto a una visión parcial, acomplejada y maniquea del encuentro de dos mundos. Sí hay mucho que aprender de la historia y hacerlo con los ojos de grandeza del pasado, de la rica y ejemplar asimilación étnica y cultural propia de lo mexicano y de orgullo por nuestra identidad, no del complejo de inferioridad y del rencor que nace de la ignorancia. Ver en el español de hoy la reencarnación del Hernán Cortés de nuestro imaginario es absurdo y, sobre todo, falso. España tiene mucho que decir de su historia, sus heridas también están presentes, pero ha sabido resolverlas y contenerlas haciendo un gran país en el concierto europeo y en el mundo.
Difícil entender que el nuevo gobierno haga propio un conflicto ocioso. Nada se gana que no sea ratificar que las nuevas autoridades habrán de refrendar las posturas de López Obrador quien, siendo cuidadoso, invitó al jefe de gobierno y al jefe de Estado español a su toma de protesta. El rey Felipe VI de España acudió al ungimiento de quien más delante sería su detractor, como también fue calumniador de los inversionistas hispanos. La monarquía es un elemento fundamental de la identidad nacional. Es imposible que el agravio por la exclusión no tenga consecuencias, las relaciones diplomáticas, culturales y políticas están dañadas. No así las económicas que se mueven en la lógica de los intereses.
Preocupa la ligereza de la decisión de no invitar al jefe de Estado. España es una monarquía democrática y constitucional y la corona goza del respeto y aceptación de la abrumadora mayoría de los españoles, como también hay reconocimiento absoluto en el orden internacional. Ramón de la Fuente o cualquiera con una básica cultura diplomática entiende lo que significa una jefatura de Estado y el respeto y reconocimiento del que debe ser objeto, porque es el representante del país. Las diferencias entre los Estados hay formas y procesos para resolverlos, para eso es la diplomacia. Todas las naciones sufrieron agravios históricos. Además, reivindicar a los pueblos originarios poco tienen que ver con lo que el presidente López Obrador exige. Es un asunto que se resuelve entre los mexicanos.
Un mal mensaje el de un gobierno que se esmera en generar confianza a quienes desde el exterior ven con preocupación razonada la involución de la democracia mexicana a partir de las decisiones legislativas que afectan en sus fundamentos las libertades, el Estado de Derecho y el régimen de poder con límites democráticos y constitucionales. El nuevo gobierno quiere ganar con saliva lo que niega con sus decisiones. Ofrece confianza y actúa en sentido contrario. Las visiones particulares o de grupo se elevan a política de Estado.
Lo ocurrido debe preocupar porque ratifica la pretensión de continuar por el camino de la polarización. La agenda del nuevo gobierno no puede quedarse entrampada por las obsesiones de López Obrador. Finalmente, las consecuencias de las malas determinaciones de los gobiernos las paga el país al que afirman servir.