Miguel Ángel Sánchez de Armas
Quiero imaginar que el último paisaje en iluminar la mirada de Jesús Urueta fue una visión de la pampa, esa copiosa y fértil extensión que le habría recordado la enormidad de su amado Chihuahua.
Eso nunca lo sabremos, pero un artista siempre agradecerá el recuerdo de los suyos, y jamás desmentirá a quien lo invente, porque al inventarlo le da vida.
Urueta fue uno de los alarifes revolucionarios que levantaron el país al que llamamos México. Como otros de su generación, tuvo la mirada en el futuro y no en la inmediatez de su interés político. La suya es una voz a la que convendría pusieran atención los políticos que se dicen inspirados en la historia patria.
Aquí una de sus reflexiones, de particular pertinencia en estos tiempos:
“Es preciso, es urgente que todos los mexicanos comprendan que la Constitución, sólo la Constitución, puede salvar a la patria … Mientras las instituciones no funcionen normalmente no se puede hablar de paz, ni de progreso, ni de libertad.”
La recia personalidad de Uretra la encontramos perfilada en el discurso fúnebre que Martín Luis Guzmán pronunció en el cementerio de Dolores de la ciudad de México el 29 de marzo de 1921 ante el féretro del estadista chihuahense, vueltos sus restos a la patria en un viaje por mares tan turbulentos como su vida.
Hallamos en esa oración -recuperada en una coedición de las universidades de Colima y la UNAM- una fuerza capaz de mover el espíritu más de cien años después:
“La sentencia del legislador de Atenas ‘no juzguemos de una vida hasta después de la muerte’ pocas veces tuvo, señores, ocasión mejor que ésta, en que el acatamiento y la congoja nos congregan para ofrecer un último homenaje a los despojos mortales de quien fue, si gran pecador, ciudadano insigne e incomparable tribuno. Porque no habiendo sido los días de Jesús Urueta ni los de un santo, ni los de un maestro, ni los de un héroe, sino que mientras ellos corrían quedaba atrás un rumor de voces no siempre laudatorias y a menudo discordantes, sus deudos por el corazón y por el espíritu hemos debido esperar esta hora de supremo desinterés para apreciar la magnitud de nuestra pérdida, igual que los contendedores de Troya sólo apreciaron la estatura de Héctor cuando éste yacía en el polvo. […]”
Entre las personalidades que pueblan la República de las Letras Mexicanas la figura de Jesús Urueta se yergue velada y misteriosa a las nuevas generaciones. Pintor y periodista, también fue diputado revolucionario y compartió deberes legislativos con Luis Cabrera, Juan Sánchez Azcona, Juan Sarabia, Serapio Rendón, Salvador Díaz Mirón, Isidro Fabela y Félix Palavicini.
Fue llamado “El príncipe de la palabra” por sus dotes oratorias. Su discurso enfrentó al dictador Huerta, el “señor de la bellaquería”, quien lo arrojó a un calabozo del que salió con vida milagrosamente.
Habla Martín Luis Guzmán:
“Cumplió con su deber primordial de hombre y de mexicano. Aquí, donde el cultivo del espíritu y las aspiraciones a una vida superior parecen invitarnos a una voluntaria segregación del alma patria, imperfecta y doliente; aquí, donde, como por acuerdo tácito, casi todos los intelectuales rehuyen unir sus destino a la suerte de su país, con olvido de que las venturas nacionales, buenas o malas, liberarán o esclavizarán a sus descendientes; aquí, Jesús Urueta, intelectual e ideólogo por disciplina y artista por temperamento, profesó y practicó la política, ¡nuestra política, tan parca en los triunfos, tan larga en los sinsabores! […] En sus artículos y sus discursos políticos se contienen todos los principios revolucionarios por los que aún estamos luchando, y allí también palpitan, y palpitarán eternamente, las máximas sin cuyo amparo no es posible la vida ciudadana […]”
Como casi todo hombre visionario y comprometido, Urueta fue también un ser lleno de esperanza en el futuro, confiado en un porvenir alimentado por la sangre y las ideas de otros idealistas como él.
Continúa Martín Luis:
“Es preciso, es urgente que todos los mexicanos comprendan que la Constitución, sólo la Constitución, puede salvar a la patria… Mientras las instituciones no funcionen normalmente no se puede hablar de paz, ni de progreso, ni de libertad. A mejores ciudadanos corresponden mejores gobiernos. Dentro de un buen gobierno, respetuoso de la ley… los ciudadanos elevan su nivel intelectual y moral, el pueblo crece en fortaleza y en virtudes cívicas’. Así pensó, así habló, así predicó Jesús Urueta, ciudadano de México.”
¡Hermosa lección encontramos en estas palabras! Hace más de un siglo que Urueta escribió esa sentencia que hoy recupera un timbre de urgencia y esperanza.
Los recuerdos y testimonios de la vida de Urueta nos hablan de un hombre apasionado y quizá arrebatado; alguien cuyo temperamento fue con seguridad levantisco e incendiario. Es un carácter fuerte el que trasluce en la fotografía que acompaña su ficha en el Diccionario Biográfico de Humberto Musacchio: ojos algo saltones y separados, mirada penetrante, frente ancha, nariz larga y labios delgados ligeramente curvados hacia abajo en las comisuras.
En suma, alguien cuya paciencia pudo haber sido corta, y por lo mismo grande su creatividad, como lo expuso Martín Luis Guzmán:
“Vivió intensamente y para el arte. Aceptó los impulsos de su pasión y supo entretejer con ellos, manteniéndola impoluta, incorruptible, una tendencia nobilísima a contemplar las cosas bellas y a evocarlas. Nadie logrará separar lo que fue en Urueta mera pasión –pasión, es verdad, bien a menudo desordenada y arrebatada por loco desenfreno- de lo que fue en él amor a la belleza o prolongación de ese amor. Pasión y amor de lo bello, émulos, la una y el otro, que mutuamente se acrecentaban, integraron su alma, presidieron cada uno de sus actos y lo llevaron a formular –son palabras suyas- este concepto de la vida humana: ‘La alegría, el dolor, el amor, el pensamiento, el alma entera, todo viene siempre a la carne, a la cruel y deliciosa carne, ennoblecida y divinizada como una flora milagrosa por supremos artistas…’ […]”
Murió muy joven, a los 53 años, pero con un desempeño que, quizá por la misma razón de su juventud, causó la admiración de Martín Luis Guzmán. Sus hijos, Cordelia, Jesús (Chano) y Margarita tuvieron luz propia en la pintura, el cine y la dramaturgia.
De nuevo Martín Luis:
“Aún lo vemos: en pie; fino y esbelto; la cabeza ligeramente inclinada hacia delante; juntas las manos, mientras los dedos estrujan nerviosos un pequeño papel y todo su cuerpo se halla sometido, como si lo dominara alguna fuerza extraña, a un vaivén blandísimo, apenas perceptible. Y de súbito, cuando, al parecer, el genio hasta allí en reposo se agitaba, rompía él a hablar para goce de sus oyentes; porque era dulce su voz, claras sus vocales, puras sus consonantes, rítmicas sus palabras, armónicos su gesto y su ademán, trasunto de belleza sus citas y sus evocaciones, y profundamente generosa, sedante para el alma, acariciadora para los oídos del cuerpo y del espíritu la euritmia de sus discursos.”
Urueta falleció muy joven. Fue la suya una vida excepcional, un ejemplo a edades en las que otros apenas se preguntan cuál habrá de ser el camino que tomen sus existencias.
No descanse en paz Jesús Urueta. Quede entre nosotros, viva, su memoria.
Y siga agitando a la República el eco de su oratoria con el reclamo: “¡Sólo la Constitución puede salvar a la Patria!”