Voluntad vs reglas

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Federico Berrueto

Los observadores de los asuntos públicos se centran en las diferencias entre Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, bajo el supuesto de que ella será una mejor presidenta porque hará las cosas de manera distinta. Ambos son diferentes en formación, trayectoria, preparación y otras tantas cosas. Relevante para entender lo sucedido y lo que viene es centrarse en las coincidencias que, no son pocas y explican que la supuesta sumisión de quien llegará a la presidencia en realidad es un tema de apego al mismo proyecto.

Nada hay en los dos que pueda decirse sean políticos avenidos a los valores propios de la democracia, vamos, ni siquiera la tolerancia pasa por el ejercicio cotidiano en política. La dimensión liberal les provoca rechazo y quiérase o no, no hay democracia sin libertades, sin tolerancia, sin coexistencia de la diversidad, sin presencia civil y privada en lo social y económico. Andrés Manuel López Obrador de siempre ha sido explícito, procaz y evidente en su pulsión autoritaria, Sheinbaum, siendo igual puede ser discreta, comedida y cuidadosa. La forma sobre la sustancia. López Obrador inauguró hace seis años un régimen de intolerancia gobernado por un sentido de superioridad moral, que por lo que se ha visto no va a cambiar, aunque si bajarán los insultos.

Claudia Sheinbaum tiene su propia forma de procesar el mismo proyecto. No cambia la sustancia y la idea de acabar con la independencia del Poder Judicial no es una propuesta originaria, sino una pretensión común en todos los proyectos autoritarios, porque se trata de ejercer el poder sin límites institucionales, legales o judiciales. Para ellos la elevada causa no puede sujetarse a contrapesos, a las veleidades de los juzgadores o a reglas que se corresponden al régimen que se repudia.

López Obrador inició en condiciones privilegiadas para el curso exitoso de su proyecto, en gran parte por el fracaso del gobierno que le precedió, especialmente, por la imagen de corrupción, frivolidad y exclusión social. Ningún presidente había terminado su gobierno en las condiciones de Peña Nieto, a grado tal que, una vez perfilado el triunfo de López Obrador, él mismo y su círculo se volvieron facilitadores del resultado, que llevó a una super mayoría legislativa, anhelo de todo presidente.

Claudia Sheinbaum aumenta la votación y los legisladores, pero en un entorno político, económico y social sumamente complicado. La polarización deja un saldo muy problemático para el nuevo gobierno, que modificará más pronto que tarde el consenso en detrimento del régimen que ha sido su blindaje ante las pésimas cuentas. Con López Obrador había unidad en la coalición gobernante; ahora no ocurre así y la bicefalia presente traerá consecuencias indeseables en lo subsecuente, aunque el presidente cumpla con su dicho de que se retirará de la política. En todo caso López Obrador se iría, no el obradorismo.

Otro aspecto en que coinciden el presidente que se va y la que llega es la idea de que en materia económica lo que importa es la voluntad presidencial y no las reglas. Debe reconocerse que López Obrador mantuvo la estabilidad macroeconómica siguiendo con rigor la tesis neoliberal sobre el equilibrio en las finanzas públicas, hasta que llegó la elección y 2024 se encuentra con su propio destino. Creció el déficit público y el dispendio no tuvo freno. En el corte de caja sexenal, además de muy malos resultados en salud, educación, seguridad y probidad del servicio público, a los muy ricos los hizo todavía más ricos, como muestra el reporte de Oxfam que 14 multimillonarios casi duplicaron su fortuna y representan 8.1% de la riqueza privada nacional y los muy pobres crecieron 400 mil, según el CONEVAL. Los pobres y los muy ricos ganaron, perdieron los muy pobres y las clases medias.

Al igual que López Obrador, Claudia Sheinbaum invoca su voluntad a manera de hacer sentir a los inversionistas que habrá certeza y condiciones favorables para sus negocios. Sin embargo, el entorno y, especialmente, los cambios institucionales llevan por implícito la discrecionalidad como oferta, que a nadie da confianza, quizás sí a la oligarquía nacional acostumbrada al trato privilegiado y discriminado, como siempre, incluso en el presente gobierno. El problema es que un poder político sin contención, sin normas, sin instancias judiciales que sancionen el abuso y la arbitrariedad a nadie ofrece confianza. La clave no está en la voluntad, aunque fuera auténtica, sino en las reglas y en la fortaleza e independencia de quien las haga valer, incluso ante quien ocupe la silla presidencial.

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