Federico Berrueto
Los dos partidos históricos viven su mayor crisis. La del PRI inició desde que la democracia empezó a ganar espacio, una institución que nació para gestionar el poder y así dar una vía política para la renovación de la presidencia. Dejó pasar las repetidas oportunidades para reinventarse y ser una opción representativa de la sociedad que le diera identidad y capacidad para competir y ganar elecciones en buena lid. Sus actuales dificultades son mayúsculas y comprometen lo fundamental.
En el imaginario de la mayoría de los votantes el PRI es sinónimo de corrupción y de envilecimiento. La biografía de sus dos figuras más prominentes, Alejandro Moreno y Rubén Moreira lo confirman. Ellos apuntan al pasado neoliberal como causa de la debacle, no invocan la muy pronunciada venalidad en el último gobierno priísta, del que ellos formaron parte destacada y donde su enriquecimiento personal allí tuvo lugar, como muchos otros de sus contemporáneos. Mejor culpar al pasado para eludir responsabilidad y de paso tender puentes con el régimen morenista.
Muchos, no solo parte de su élite, han migrado del PRI a Morena en el ánimo de mantener vigencia, ante el desprestigio del PRI, su dificultad para ganar elecciones y la deriva autoritaria y patrimonialista de sus dirigentes. Pero Morena no es el PRI viejo y la puerta está selectivamente abierta, además, la cuota del converso es elevada y no fácil de saldar.
El PRI no desaparecerá. El colaboracionismo está a la vuelta de la esquina y les puede dar funcionalidad, como el PT y el PVEM. El PRI no es su dirigencia; además de políticos con un pasado honroso subsiste una base territorial para competir y ganar, muy reducida y en apenas cuatro o cinco Estados, pero suficiente para persistir y esperar mejores tiempos. La pregunta es si los desafectos del PRI estarían dispuestos a formar y participar en un nuevo proyecto político opositor. En mucho depende del fallo del Tribunal Electoral en la disputa interna del PRI, bajo la perspectiva de que los dirigentes en el asalto al tricolor llegaron para quedarse.
La crisis del PAN es diferente y su potencial mayor. Es la principal fuerza opositora y su desprestigio se asocia más a su dirigencia y al polémico desempeño por quienes encabezaron los gobiernos. El PAN no debe temer plantarse como un partido demócrata cristiano o de derecha democrática, a semejanza del Partido Popular español. Recuperar su mística cívica de origen significa ahora reivindicar las premisas del liberalismo económico y político que, a su vez, representa ser la contención mayor al proyecto autoritario del régimen. A diferencia de los demás partidos, el PAN tiene la capacidad de resistir la involución autocrática del país, porque su génesis y buena parte de su historia se dio en la oposición como resistencia al régimen autoritario del pasado. El problema mayor del PAN es su limitada capacidad de inclusión bajo la idea absurda de que el panista nace no se hace; como sobrada muestra la pasada campaña presidencial. Ni siquiera pudo articular electoralmente a la movilización ciudadana.
Como quiera que sea, el PAN tiene la oportunidad y responsabilidad de ser la oposición al régimen obradorista. Una lucha desigual pero que anticipa oportunidades por el campo minado en que inicia la administración, el agotamiento de la polarización y el déficit fiscal. El PAN tiene causa y horizonte para un plano razonable de reconstrucción nacional, además de la oposición a las reformas constitucionales que dañan en sus fundamentos al régimen democrático.
El próximo año se abre el periodo sexenal para la formación de nuevos partidos. Existe la pretensión entre quienes encabezaron las marchas ciudadanas de estos dos años de formar un proyecto político alternativo, con énfasis en lo ciudadano y de perfil liberal, sin retazos viejos o no funcionales. Existe el espacio político, pero se requiere imaginación y capacidad para concitar la emoción y participación de muchos interesados en una nueva forma y en una alternativa política. Como tal, el planteamiento de MC no es erróneo, pero se descalifica a sí mismo cuando se vuelve impostura en el péndulo del oportunismo y de la frivolidad.
El problema no son los partidos, sino el país. Una sociedad en estado de indefensión por la ausencia de organizaciones políticas comprometidas en su representación para la defensa de las libertades y del régimen democrático.