Escoger verdugo

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Federico Berrueto
Con malicia, pero con realismo suele decirse que quien define sucesor en realidad escoge verdugo. La expectativa de continuidad y consideración se disuelve en las aguas bravas e inciertas de la gestión del poder. La realidad es que en la cultura del tapado era común que el sucesor, a veces desde la candidatura, marcara distancia respecto al presidente que lo elegía, condición necesaria para reafirmar su autoridad, especialmente si el antecesor era poderoso.
El tema es pertinente si Claudia Sheinbaum ganara la presidencia. No sólo hay diferencias de origen, formación y carácter entre López Obrador y la candidata presidencial, las circunstancias son diferentes. El mandato de AMLO fue amplio resultado del desprestigio del presidente Peña Nieto y de su debacle moral desde septiembre de 2014. El sometimiento de los derrotados fue total; el resto de la oposición dividida y en la marginalidad. La colusión de la élite económica con los corruptos era abrumadora; los empresarios de medios, dóciles en su mayoría, dispuestos a coadyuvar en el exceso propagandístico presidencial. Las circunstancias y la mayoría absoluta en el Congreso hicieron posible un despotismo presidencial sin precedente.
De prevalecer Morena en la elección presidencial no es posible anticipar el nuevo mapa de poder en el Congreso, de haber mayoría calificada, absoluta, simple en las Cámaras o poder dividido. Tampoco se podrá recurrir con facilidad a la condena del pasado para justificar el presente. No se vislumbra inestabilidad económica, pero sí una fragilidad en las finanzas públicas que obligan a correcciones mayores para dar continuidad a los programas sociales, financiar las empresas fallidas del pasado lejano y del inmediato, el costo de las pensiones contributivas y otros egresos.
La militarización es insostenible. No la quiere el conjunto de las fuerzas armadas y su prevalencia contradice la perspectiva histórica de la izquierda y el impulso civilista que acompaña a la democratización del país. La presencia de los militares en la vida pública -seguridad, empresas o gestión- crea un régimen de excepción para la rendición de cuentas y para el escrutinio de la administración. Es más que evidente el desprecio al Congreso por el general secretario, Luis Cresencio Sandoval; se corresponde no a una forma de ser, sino a una visión de la relación del Ejército con el gobierno civil. No puede pedirse a las fuerzas armadas que modifiquen las condiciones normales de desempeño, por esta razón deben reconsiderarse sus tareas ajenas a su insustituible misión.
Por lo bueno y, sobre todo, por lo malo, López Obrador tiene la capacidad para generar adhesión emocional de muchos mexicanos. Interpela a las fijaciones de los mexicanos sobre el poder, la economía y lo social; un imaginario colectivo ajeno a los valores, hábitos y actitudes ciudadanas que dan sustento a la democracia y a las autoridades como representantes acotados por la ley y por un poder desconcentrado y dividido. El Salvador y su misión moral se impone sobre la idea de presidente de todos los mexicanos. Difícilmente el modelo obradorista es replicable. No se ha visto en la historia y no volverá a repetirse. Su singularidad convoca e invoca más a la ancestral religiosidad del pueblo que a su evolución cívica y sentido modernizador de la política y del ejercicio del poder.
No hay manera de conocer a Claudia ni cómo sería su desempeño en la presidencia; quizá ni ella misma lo tenga claro. Tampoco se puede anticipar la actitud de López Obrador como expresidente, de emprenderse medidas correctivas, ajustes y cambios a su proyecto político; él no es consecuente con la izquierda, tampoco es liberal. Su postura es esencialmente populista y como tal, refractaria a las reglas y principios de la democracia liberal y su fundamento en la legalidad.
Relevante no es qué requiere el presidente en su ocaso, tampoco qué necesitan quienes prevalezcan en las elecciones próximas. Obligado es pensar en el país y si es el caso de continuar por la ruta de la involución democrática. Su corrección deviene del resultado electoral, especialmente en la alternancia o el poder dividido; pero, también, y no es un asunto menor, de lo que resuelva el nuevo grupo en el poder en el supuesto de ganar la elección.

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