Fernando Irala
Previsto y anunciado desde fines del siglo pasado, este año da muestras evidentes de que el desorden climático nos ha alcanzado y tal vez sea irreversible.
Oleadas de intenso calor, retraso en la temporada de lluvias, sequía creciente, son algunos de los fenómenos que cualquier persona puede advertir con el paso de los días.
En el mundo los observadores registran otros cambios catastróficos, como el deshielo de los casquetes polares y la desaparición de las cumbres nevadas de muchas sierras y volcanes.
Decenios, siglos de explotación desmesurada y agotamiento de bosques y reservas de agua, quema irreflexiva de combustibles fósiles, negligencia de los gobiernos en impulsar el cambio a energías limpias, son algunos de los factores que nos han llevado al actual punto.
Pese a la evidencia del desastre, persiste la apatía y el desinterés de quienes en la sociedad podrían inducir nuevas conductas y hábitos de vida y de consumo.
En casos dramáticos como el de México, el pasado lustro no sólo no se ha avanzado en favor del medio ambiente, sino que se ha retrocedido hacia políticas rupestres de rechazo y obstaculización del uso de energías no contaminantes, la inversión en refinación de petróleo y la destrucción de la principal zona selvática del país.
Las malas decisiones son de unos cuantos, pero las consecuencias ya las pagamos todos. En la actual temporada en nuestro país, han muerto ya más de doscientas personas por deshidratación y los llamados golpes de calor, una cifra absolutamente inusitada.
Lo más grave, decíamos arriba, es la indiferencia gubernamental ante esta situación. Ya ahora es tarde para remediarla y lo será mucho más cuando se tomen medidas radicales para enfrentarla.
Nuestro planeta se acerca a la destrucción y la inhabitabilidad, sin que nada detenga la tendencia. Más bien parece que queremos acelerar el proceso.