viernes, noviembre 15, 2024

JUEGO DE OJOS: I. El peligro mexicano

En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a repetir los mismos errores”-, recupero cuatro estampas de aquel sexenio.
Miguel Ángel Sánchez de Marmas
El 18 marzo de 1938, Lázaro Cárdenas expropió la industria petrolera extranjera y precipitó una crisis que estuvo a punto de desembocar en un conflicto armado entre México, Estados Unidos y Gran Bretaña.
Las repercusiones de la medida configuraron uno de los episodios de mayor tensión en una relación históricamente difícil. En paralelo al conflicto económico y político derivado de la expropiación, se desató una intensa guerra de propaganda cuya meta fue debilitar y eventualmente derrocar al gobierno del general Cárdenas para reemplazarlo con un régimen favorable a las empresas.
El Capitolio en Washington y el Parlamento en Londres fueron teatros de esta guerra antimexicana, en donde los cabilderos de las petroleras, muchos empresarios y más políticos, integraron los aguerridos batallones.
La petrolera Standard Oil montó lo que hoy llamaríamos un “cuarto de guerra” en sus oficinas de Rockefeller Center de Nueva York y contrató al más feroz publicista de la época. Desde ese cuartel se organizó el cabildeo en el Congreso y en la Casa Blanca para la intervención armada en México, se compraron plumas, espacios y prestigios, incluyendo el de la afamada revista liberal aún en circulación The Atlantic Monthly, para convencer al pueblo estadounidense de que “el comunista Cárdenas” había puesto en riesgo su seguridad nacional y al mexicano de que el General había asestado un mazazo destructor a la frágil economía nacional.
Hoy causan pena desfiguros como el del senador que en su interpretación redneck de la libra de carne shakesperiana exigió a México pagar con un pedazo de su territorio el valor de la expropiación, o el del lord inglés que con toda seriedad pidió a los Comunes que se instruyera a las cortes mexicanas para no tomar decisiones sin antes consultarlas con Whitehall, pero eran reflejo de un pensamiento imperial que poco ha cambiado 85 años después.
En enero de 1939 el senador Robert Rice Reynolds, conocido apologista de las hordas nazi, pidió investigar “las violaciones de México al derecho internacional” y a los derechos naturales de los gringos cuyas propiedades habían sido “confiscadas”.
Su colega Martin Kennedy tomó la tribuna para asegurar que al sur del Río Bravo había una peligrosa actividad alemana y repetir, una y otra vez: “¡El basurero mexicano debe limpiarse!”
El presidente del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara, Samuel Davis McReynolds, compartió el espanto de que México cayera en garras del comunismo, como era evidente por el arribo de León Trotsky a tierra azteca.
El diputado Martin Dies aseguró que de España y Francia habían llegado a México 10 mil comunistas, quienes, con ayuda de organizaciones estadounidenses de izquierda y de los nazis, estaban planeando dar un golpe de Estado en México. ¿Qué clase de mentalidad era capaz de mixturar a “organizaciones izquierdistas” estadounidenses, comunistas y nazis en un solo propósito? Una atrofiada por la ignorancia, la soberbia y la paranoia de una clase política que en aquellos años anticipaba al macartismo y al trumpismo.
Mientras tanto en la pérfida Albión, entre el pasmo frente al Anschluss, la crucifixión de los checos y la traición a los polacos, el primer ministro Neville Chamberlain se dio un momento para indignarse por la conducta de un pequeño país que se creyó soberano y disciplinó a una compañía imperial instalada en su territorio.
El gobierno de su majestad británica etiquetó como “producto robado” al nacionalizado petróleo mexicano en tránsito, ordenó a sus representaciones diplomáticas denunciar su transporte y comercialización, exigió a sus empresas cesar tratos con México, pidió la ayuda de Washington en esta cruzada y soltó las amarras al León y al Unicornio para que dieran su merecido a Lázaro Cárdenas.
Y entonces sucedió lo impensable y nunca antes visto: ¡el país tropical rompió relaciones con el Imperio en donde no se ponía el sol! Para echar sal a la herida, los gringos no sólo se desmarcaron del pleito de sus primos, sino que en pocas palabras les pidieron sacar las uñas de su parte del mundo.
La humillación caló más cuando los flemáticos británicos supieron del comentario del fastidioso presidente Roosevelt cuando se enteró que Cárdenas había dado la bota a los ingleses: “What a peach!” … lo cual traduce al cervantino en algo así como “¡Qué chulada!”
La decisión de romper relaciones con Inglaterra fue la respuesta al tono cada vez más insolente de las notas diplomáticas imperiales servidas al gobierno de México por conducto Sir Owen St. Claire O’Malley, un aristócrata de escasas luces quien imaginó que dar un trato de coolie al secretario de Relaciones Exteriores Eduardo Hay bastaría para ponerlo en su lugar por el “atroz e injustificado acto expropiatorio”.
O’Malley, resentido por su misión en un país de salvajes, redactó una pendenciera nota diplomática en la que no sólo tachaba de “confiscador” al gobierno de México, sino que ponía en duda su capacidad de pago.
Antes de aceptar el comunicado, Eduardo Hay le advirtió que el tono y conceptos eran ofensivos e inaceptables y que ofendería gravemente al gobierno de México. No obstante el apercibimiento, el diplomático decidió proceder, por sí y ante sí y quedó pasmado con la tormenta desatada.


O’Malley se dolió en sus memorias de que su comisión en México había sido de “siete meses de esfuerzos arduos, oscuros y sin resultados, ejercidos en una atmósfera de desgaste físico y perplejidad intelectual”.
El conflicto con el país del norte fue igualmente ríspido, más con las empresas que con el gobierno, aunque México ha sido visto por Estados Unidos como patio trasero, amortiguador y dique protector de su frontera sur, fuente de materias primas, mercado para sus productos o territorio anexable.
Los liberales mexicanos del siglo XIX admiraron la gesta fundadora del vecino, pero nunca perdieron de vista que el gigante era un peligro para México.
Zozaya, enviado de Iturbide en Estados Unidos, reportó desde su misión el 26 de diciembre de 1822: “La soberbia de estos republicanos no les permite vernos como iguales sino como inferiores; su envanecimiento se extiende en mi juicio a creer que su Capital lo será de todas las Américas”.
La conducta de “esos republicanos” estaba -está- en su ADN colonial. En 1798 Rufus King y John Trumbull cocinaron un complot con el general venezolano Francisco de Miranda para que George Washington liberara a México del yugo gachupín y promulgara una constitución “de pureza semejante a la británica, a cargo de los herederos de Moctezuma”. Pero este declinó el honor y todo quedó en un sueño guajiro.
El 31 de diciembre de 1926, el teniente coronel Edward Davis, agregado militar en la Embajada de EUA en México, cursó un informe en donde sostuvo que para los mexicanos sería una bendición ser intervenidos y administrados por los yanquis, única manera de integrarse y ser respetado en la comunidad de naciones.
El historiador Hubert Herring era famoso por su sentido del humor. En un artículo en Harper’s Magazine en junio de 1937 juguetonamente titulado “El mexicano indomable”, explicó lo que todo gringo sabe de los mexicanos: “Son bandidos, andan empistolados, hacen el amor a la luz de la luna, toman comida muy picosa y echan tragos muy fuertes; son flojos, son comunistas, son ateos, viven en chozas de adobe y tocan la guitarra el día entero. Y algo más que todo gringo nace sabiendo: que está por encima de cualquier mexicano”.
Herring ridiculiza a sus compatriotas, pero algunos se tomaban muy en serio tal “superioridad”, como Samuel Flagg Bemis, profesor de Yale, dos veces premio Pulitzer, Premio Nacional del Libro y presidente de la Sociedad Histórica, quien a los cuatro vientos urgía apropiarse de la valiosa bodega de recursos naturales llamada México, país al que Estados Unidos dispensaba, en su augusta opinión, “una tolerancia galiléica”.
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