miércoles, diciembre 11, 2024

DE MEMORIA

Carlos Ferreyra

 

Las nuevas generaciones y la basura que se autocalifica como lo periodista, deberían conocer lo que fue el maravilloso mundo de la información. Sin payasadas de comunicologías.
La vida en una libreta…
Desde luego que había diferencias con los actuales informadores. Aquellos reporteros no egresaban de escuela alguna, la carrera como tal era desconocida, pero en su abono digamos que eran básicamente vocacionales.
Reventados de diferentes carreras pero como denominador común, devoradores de literatura, incluyendo la popular, las historietas y con aspiraciones como escritores. Lectura y escritura, la pasión.
Por todo equipo, una libreta, quizá unas cuartillas dobladas, un lápiz luego convertido en bolígrafo y a partir de allí, a la invención de claves, abreviaturas y ejercicios para recordar no sólo lo que decían los entrevistados, sino también entonaciones y estados de ánimo.
Una entrevista no era sino parte de un trabajo más amplio que requería la consulta de textos, el rescate de viejos escritos relacionados con el tema que en su diario o semanario habían asignado al reportero.
La chamba cajonera estaba asignada a quienes cubrían determinada fuente, entendida esta por su equivalente a Secretaría de Estado, oficina pública determinada, empresa o conjunto de empresas, delegaciones, sindicatos y asociaciones campesinas.
El reportero de la fuente llegaba a convertirse en un especialista, capaz de superar a los dirigentes de una entidad. Pemex se me viene a la memoria con dos ejemplares periodistas que trabajaron la fuente en distintas épocas: Abelardo Martín y Luis Carriles.
El sector financiero se convirtió en verdadera escuela de Economía, de donde egresaron infinidad de reporteros vigentes hasta la fecha.
No recuerdo cuándo surgió la primera escuela de Periodismo, pero sí tengo en la memoria los reclamos publicitarios de la Carlos Septién, que desde la mas supina ignorancia equiparábamos a Hemphill School y otra más, ambas en California y Florida, que ofrecían lo mismo enseñanza de mecánica automotriz, que periodismo.
El atractivo principal era el envío de una maquina portátil de escribir, y muchos ejercicio que se calificaban mediante intercambio de misivas vía correo normal. O sea, la incomunicación total.
Llegar a una redacción desde esta perspectiva de aprendiz, era toda una odisea. Los viejos reporteros en mayoría seres agobiados por la carga de trabajo y la responsabilidad de su información, eran malhumorados. Pero igualmente bromistas, festivos y pachangueros.
Dentro de la redacción iba aquilatándose el origen de cada cual. En lo personal me llamaba mucho la atención el estilo diría que casi humano de los reventados de Medicina, en contraste con la frialdad de quienes acumulaban cifras y hechos, los financieros.
Paralelamente los medios tenían una sección dedicada al análisis, al comentario y hasta la narración de hechos chuscos, históricos o curiosos.
Esta parte estaba en manos de académicos y profesionales de buena fama. Interesante, no se admitían figuras políticas, al menos nunca las vigentes en el momento.
Se les leía como parte del aprendizaje y la necesidad de conformar mentalmente un acervo de datos que en cualquier momento podrían ser útiles.
El tiempo, siempre el tiempo, pasó y surgieron como hongos en días de lluvia, dice el lugar común, las escuelas y academias de periodismo. Los egresados, para un mercado muy limitado, sumaron miles anualmente que se fueron repartiendo en radio, televisión y medios escritos.
Los nuevos profesionistas y particularmente las mujeres salidas de escuelas de élite, dirigían sus pasos a la televisión. El periodismo escrito no atraía y, lo más grave, en las escuelas no se motivaba a los estudiantes a la lectura.
Cabe decir, que ni siquiera se les estimulaba para consultar los medios. Los aficionados a la literatura y que ademas consideraban necesaria la consulta cotidiana de los medios, eran verdaderos garbanzos de a libra (otro lugar común).
Cumplir una orden de trabajo, no era simple. El asignado a un acto o hecho determinado, debía saber los antecedentes. Conocer la visión generalizada del asunto y tener conocimiento de los protagonistas, sus tendencias e intereses.
Así se evitaba el célebre incidente del reportero de radio que tras ampulosa presentación de un personaje que andaba en malos pasos, ante el mutismo del sujeto, con voz plañidera imploró: lo que usted quiera decirme, señor gobernador, por favor…
En el caso de los reportajes el asunto era apasionante. Debía el reportero adentrarse en los antecedentes, inclusive históricos y todo lo que al respecto se hubiese dicho, definir los participantes de un conflicto, usar las pocas o muchas dotes literarias para describir el contexto, el escenario y a los protagonistas.
Era una labor acuciosa, de hormiga que al final de la jornada sometía a su propio juicio y buscaba las siempre eternas fallas. Constatar la reacción de los lectores era la mas espléndida recompensa.
Hoy, asegurémoslo aunque nos desorejen los compañeros de oficio, todo ese espíritu del investigador, tan satisfactorio y gratificante, se ha perdido a cambio del tonto acceso inmediato a los fríos datos, impersonales y carentes de toda emoción.
Porque en los antiguos reportajes iba mucho del alma del periodista, sus emociones, vivencias, su involucramiento con los personajes afectados.
Diferencias: el reportero transmitía hechos vivos en los que influía mucho su origen y su educación, hasta su medio familiar. De allí la eterna discusión sobre objetividad. Aspecto condicionado aunque no conscientemente, por el autor de un trabajo informativo.
A cambio, los analistas trabajan sobre opiniones preconcebidas. De hecho desarrollan una teoría para la que tienen la respuesta, sólo hay que acomodarle los convenientes datos.
En síntesis, el reportero es el hombre mas respetable en los sistemas informativos. Sin reporteros no hay materia…

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