viernes, octubre 18, 2024

La breve y dolorosa agonía de la Unión Soviética

Luis Alberto García / Moscú

*Proceso inevitable: el 8 de diciembre de 1991, fecha memorable.

*Boris Yeltsin, Stanislav Shushkevich y Leonid Kravchuk dieron el tiro de gracia a la URSS

*Para evitar la desintegración, George H. Bush quiso convencer a los ucranianos.

*Cumbre urgente de dirigentes de las repúblicas soviéticas en Kazajistán.

*A luchar contra el centralismo federal y quitarle los poderes.

*Como la URSS, la hoz y el martillo también fueron a remate.

Al llegar al máximo organismo dirigente colegiado, en su condición de secretario general del Politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Mijaíl Gorbachov emprendió en marzo de 1985 un camino sin retorno ante lo que, según sus convicciones y seriamente, consideraba una necesaria política de reformas, conocida como “perestroika”.

Desde su punto de partida –el imperativo de salir del estancamiento económico y superar el creciente retraso tecnológico- hasta su punto final, la “perestroika” pasó por diversas fases y estableció diversas prioridades.

La consecuencia no deseada por sus artífices fue el desmembramiento de la Unión Soviética, el Estado creado como una alternativa al despotismo autocrático y al capitalismo tras la revolución que, arrolladoramente, triunfó el 25 de octubre de 1917, consolidado por sus fundadores mediante el llamado Tratado de la Unión de 1922, inmediatamente posterior a la guerra civil (1918-1921).

Los historiadores debaten si aquel proceso fue inevitable y si hubiera podido desarrollarse de otra manera y con otro ritmo; pero lo cierto es que la “perestroika” escapó de las manos de sus autores y protagonistas iniciales, víctima de la complejidad misma de la tarea emprendida y de la falta de experiencia y tecnología para concluir con éxito un proceso sin precedentes.

En 1990, los síntomas de desintegración evidentemente surgían y afloraban inexorablemente, y los dirigentes de las quince repúblicas federadas de la Unión Soviética cultivaban sus propios proyectos, que no estaban en sintonía con los de Gorbachov y su gobierno, cuyos integrantes se dividían entre comunistas conservadores y otros más radicales, en sintonía con su pensamiento renovador.

El nuevo parlamento surgido en 1989, enmendó en marzo de 1990 el artículo 6 de la Constitución, que fijaba el papel dirigente del PCUS, con una seria consecuencia: el desmoronamiento de la columna vertebral del Estado.

Ese mismo parlamento y ese mismo año eligió a Mijaíl Gorbachov como presidente de la Unión Soviética, lo cual, para muchos analistas, fue el principio del fin, porque privó al líder de la “perestroika” de la legitimidad que hubiera tenido si hubiera sido elegido por sufragio universal.

Al sufragio universal acudió en cambio Borís Yeltisn, dirigente oportuno y oportunista que, sin más, utilizó la “soberanía” de la nación -declaración de soberanía aprobada el 12 de junio de 1990- para luchar contra el centro federal representado por Gorbachov y arrebatarle todos los poderes.

Yeltsin, quien empezaba a tomar relevancia, se hizo elegir como presidente de Rusia, mientras otros dirigentes de las repúblicas socialistas se consolidaron como líderes de sus territorios, que formalmente nunca habían dejado de ser Estados independientes con derecho a la secesión de la Unión Soviética, y dejaron de apoyar el proyecto democratizador del Estado único soviético.

El intento de golpe de Estado del 19 de agosto de 1991, neutralizado por Yeltsin, fue mortal para la Unión Soviética que, perdidas ya las repúblicas bálticas -Lituania, Letonia y Estonia- entró en una fase de agonía, facilitando lo que ocurriría en la Navidad de ese año, en una efeméride que pasaría a la historia como uno de los momentos más extraordinarios para la humanidad y por supuesto para la URSS.

El 8 de diciembre, a fines del otoño de 1991, en la dacha de Novogariovo, casa de campo rodeada de bosques para los dirigentes políticos en las cercanías de Moscú, Mijaíl Gorbachov reemprendió el intento de salvar el Estado y abrió las discusiones sobre un nuevo Tratado de la Unión, sin que éstas llegaran a buen término dada la coyuntura del momento.

Presentes en la reunión, Yeltsin, el bielorruso Stanislav Shushkevich y Leonid Kravchuk -jefe de la Rada Suprema de Ucrania, el parlamento de esa república-, tenían la idea de una independencia que adquiría cada vez más fuerza.

Esto se daba, sobre todo, después de confirmarse la voluntad independentista de los ucranianos, revirtiendo la tendencia expresada en marzo de 1991, cuando aquella república eslava había votado por el mantenimiento de la Unión Soviética.

La desintegración de ésta fue una sorpresa para el mundo, tomando en cuenta que, en julio del mismo 1991, el presidente de Estados Unidos, George Herbert Bush, interviniendo ante el parlamento en Kiev, instó a la clase política ucraniana a mantenerse dentro de la URSS, que ya empezaba a desmoronarse políticamente.

Sin embargo, cuando el mandatario estadounidense coincidió en España con Gorbachov en octubre en una conferencia sobre Medio Oriente, Bush acosó a preguntas al líder soviético, quien se mostró confiado en que Ucrania permanecería junto a Rusia.

Después de un encuentro entre los bosques el 8 de diciembre, los líderes eslavos acudieron a una cumbre urgente con los dirigentes de otras repúblicas soviéticas en Alma Atá, Kazajistán, dos semanas después, cuando aún se suponía que el tratado de constitución de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) era una forma de mantener los vínculos durante algo que llamaron proceso de “divorcio”.

De manera suave, sin sobresaltos visibles, éste fue firmado por un total de once de los quince Estados de la agónica Unión Soviética: Kazajistán, Armenia, Azerbaiján, Kirguizistán, Moldavia, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán, además de las tres repúblicas eslavas.

Tras ese episodio, la URSS había dejado de existir oficialmente, y el 25 de diciembre de 1991 Gorbachov renunció a la presidencia, y como un acto más que simbólico, entregó el maletín nuclear a Borís Yeltsin, en calidad de jefe del Estado declarado heredero, y por última vez, aquel día, se arrió la bandera roja de la hoz y el martillo en el Kremlin.

En aquellas jornadas finales de la fortaleza del poder ruso y soviético -así como algunos ciudadanos se llevaron trozos de cemento del muro de Berlín caído el 9 de noviembre de 1989-, en Moscú, algunos periodistas compraron piezas de la vajilla con los símbolos nacionales de los obreros y los campesinos.

A partir de esos días aciagos, Rusia entraría en lo que iba a ser considerado un invierno perpetuo, de pobreza e incertidumbre, porque igual que el país, todo entraría a remate, como lo mostrarían los hechos, en una década casi fatal para la nación fundada después de la gran Revolución de octubre de 1917.

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