“… La moral de la responsabilidad debe unirse a la moral de la convicción…
en política lo imposible es no salirse de la moral…”
Max Weber
Por Rafael Serrano
Alta Traición
Eran los años sinuosos y negros después de la lluvia ácida de la matanza en Tlatelolco y del “Halconazo” en las calles de Tacuba. Echeverría manejaba al país con dos caras: una pseudo-populista con equipales, agua de Jamaica y tercermundismo; la otra faz, autoritaria, traicionera, anticomunista y represora. En 1972, fuimos contratados por el gobierno federal para formar parte de la Comisión Nacional del Cacao. Una de las muchas “comisiones” que inventó el gobierno echeverrista para continuar sosteniendo al régimen bajo el abstracto lema “Arriba y Adelante”; hacía esquizofrenia con las posturas de izquierda y de derecha; volaba por encima de las ideologías.
Éramos unos chamacos que salían de las aulas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM; pensábamos que podíamos volver a revivir los ideales congelados de la Revolución: tierra y libertad. Carlos Fuentes o Fernando Benítez nos habían infundido la idea de “Echeverría o el fascismo”. No fue así. No era ni Echeverría ni el fascismo: era el final del discurso demagógico nacionalista revolucionario y de los estertores de una larga agonía del Ogro, no necesariamente filantrópico: señales del “principio del fin” de un régimen traidor que, desde un principio, usurpó y suplantó los ideales revolucionarios, ya fueran la democracia de Madero, la tierra libertad de Zapata, o bien, la defensa cardenista de los bienes de nuestro territorio. ¿Fue una traición o un enmascaramiento? Las dos cosas. Hubo traición/enmascaramiento, envueltas en verborrea ideológica priista.
Se inundaba de “comisiones” el país y se creaban fideicomisos para crear el imperio turístico en las costas de México. Como un intento de mitigar las heridas de la represión del 68, se llenaban las alforjas de las burocracias universitarias y se abrían nuevas (la UAM) y se creaban ranchos escuela y tecnológicos (Plan Z6). Pero la terca realidad se asomaba: en las montañas de Guerrero, los campesinos se levantaban y creaban guerrillas iniciando la siniestra guerra sucia que exterminó poblaciones campesinas y violó todos los derechos y garantías sociales existentes. La Liga Comunista 23 de Septiembre intentó secuestrar al “Patrón mayor” del empresariado mexicano y terminó en un masacre y una represión intensa y extensa desde los sótanos del poder que duró décadas (la slo demás aga de Ayotzinapa). Lo demás ya lo conocemos: el derrumbe de una nomenclatura autoritaria y la emergencia de un nuevo paradigma para salvar a la oligarquía que había crecido al amparo del ogro filantrópico, que intentó lavarse la cara con la renovación moral y que culminó en el pantano tacheriano de Salinas con sangre, dolor y lágrimas en Lomas Taurinas.
Nuestra juventud y madurez la pasamos en el priato y en su lenta agonía, creyendo en la fábula del laberinto de la soledad y de la no menos fabulosa jaula de la melancolía que nos depositó en una “transición” que fue usurpada “democráticamente” por manos de unos sinarquistas posmodernos (retoños del Bajío conservador) todavía peores que Alemán, Díaz Ordaz, López Portillo, sólo superados por Salinas, verdadero ángel exterminador, y por el Nepomuceno Zedillo que nos ató a un deuda eterna y nos encadenó a la globalización neoliberal. Y como de algo teníamos que vivir, vivimos esos 63 años caminando de institución en institución a salto de mata; sobreviviendo en la sociedad de mercado y en las fiebres endémicas de la competitividad; ocultando y a veces traicionando nuestros anhelos éticos, luchando por cambiar a nuestras universidades públicas y yéndonos a trabajar para el diablo y sus mafias terrenales. Nos hicimos viejos esperando el cambio y éste finalmente llegó. Unos murieron tempranamente, ya sea absorbidos por la nata de la corrupción o asediados por los males físicos de una mala vida.
Los traidores dan sentido a la vida política
Entonces me pregunto: ¿qué es la traición? Un hábito de la desesperación. De lo inútiles que somos para sostenernos en una empresa y de la necesidad para sobrevivir, para tener y sostener una vida: la familia, los hijos y los amigos. La mayoría de esos jóvenes veníamos de esos territorios urbanos que el desarrollo estabilizador había creado con la fórmula mágica “movilidad social”. Nuestras familias eran de clase media o, para decirlo de otra manera, una clase difusa que oscilaba entre una relativa abundancia y la precariedad fruto de los avatares sociales y emocionales. Fuimos clientes de la ideología aspiracionista, de lo que la posmodernidad le llamó, con fanfarrias, “cultura del esfuerzo” y del “sí, tú puedes” que le dio sentido a ir a la universidad, ser profesionista y tener una “mejor vida”, para no quedarse en varado en la cuneta del desempleo ni “vivir a la buena de Dios”.
Cuando salimos a trabajar, el mundo fue duro y cruel: trabajos precarios, redes clientelares o corporativas, tanto en el mundo privado como en el mundo público. La empresa privada bajo sus mantras explotadores y la empresa pública con sus mantras de cooptación. Te imponían el paradigma del progreso capitalista. Mi primer trabajo fue ser “jefe de Prensa” de la CBS/Columbia Internacional. Ahí conocí la mendacidad de los medios y sus mediadores (periodistas y locutores de radio) que recibían una “iguala” mensual para sacar información sobre los cantantes del elenco, bajo el programa de “novedades”. Había una nómina en negro para otorgar dichas igualas de acuerdo a “estrictos criterios”: prosapia del periodista, importancia del medio, afinidad con la empresa, número de notas positivas, frecuencia de notas y número de omisiones cuando había un conflicto que perjudicaba a la empresa. ¿Les suena familiar?
Era el paradigma priista en pleno. No había distingos entre lo que ahora llaman eficiencia empresarial y burocracia ineficiente. Ambas eran corruptas. En el mundo laboral burocrático, me inicié como extensionista agrícola con “habilidades comunicativas” en la ya citada Comisión Nacional del Cacao, una entidad gubernamental encargada de proteger a los cacaoteros pobres de los abusos de los coyotes y de la oligarquía cacaotera de Tabasco y Chiapas. Hicimos materiales comunicativos para capacitarlos que generalmente terminaban en fracaso. En realidad, el área de comunicación era un instrumento de promoción del Director; trabajábamos haciendo informes que nadie leía y haciendo templetes para hacer demagogia con los campesinos. Lo demás era secundario o no importaba. Quisimos organizar a los campesinos y utilizar las técnicas de Freire sobre el aprendizaje colectivo. Fracasamos y nos despidieron cuando un amigo nos delató por nuestras actividades subversivas: “íbamos a formar un sindicato”.
Volvimos a transitar el desierto del desempleo frecuentando algunos oasis laborales de la mano de amigos solidarios. Trabajamos para la iniciativa privada (IP) y creamos empresas que luchaban porque el trabajo se igualara con el capital y que el capital se humanizara. Fracasamos porque la IP, justamente está privada de solidaridad; los rige el principio de la rentabilidad a toda costa. Se le pedía al trabajador “ponerse la camiseta y jugársela con la empresa”. Todavía recuerdo cuando en un diplomado de comunicación a los mandos medios de una gran empresa de comunicaciones, IBM, nos solicitó un curso para motivar a los cuadros medios a ligar su proyecto de vida con el de la empresa a partir de una sana meritocracia. A medio taller, se avisó que la empresa despediría a la mitad de la plantilla, deshaciéndose de los de mayor antigüedad. Adiós proyecto de vida. Los costos son los costos. Se quedaron los más jóvenes y los cargaron de trabajo al doble. A los viejos los despidieron conforme a la ley, a secas. Regía el paradigma del ogro filantrópico: en el ámbito privado “aplican las leyes del mercado”, y a nivel gobierno “el que no transa no avanza”. Y de ahí “pal real”. Así transitamos años, décadas, en ese camino real. Y esto no se corrigió, sino que empeoró y sobrevino una decadencia y un lento proceso de descomposición social.
En el autoritarismo la libertad se hunde
No soy omiso. Trabajé, como casi todos, para el Ogro nada Filantrópico y para la IP; lo conocí de cerca y le sobreviví tanto en la esfera empresarial como en la estatal. Aprendí a guardar algunos gramos de dignidad y a conservar un poco de rebeldía y añorar el cambio. Antes hablábamos de un cambio subversivo, revolucionario y ahora sólo pedíamos corregir el rumbo y apuntar por una verdadera “renovación”, no sólo moral sino estructural, sistémica. Recuerdo las clases magistrales de don Enrique González Pedrero: había que dar el gran viraje, aunque fuera desde el puesto de mando de la nave priista. No fue así. Y nunca pensamos que el PAN fuera la opción: siempre fueron cristeros de la ley y el orden, y su destino está marcado por los cerros: el Cerro del Cubilete o de Las Campanas.
Creímos que el cambio vendría cuando el ingeniero Cárdenas rescató las utopías de la revolución y trataba de crear una corriente democrática dentro del PRI: misión imposible. El PRI era un corporativo de mafias que administraban un ejército clientelar. Teníamos que navegar cada seis años con vientos cambiantes dependiendo del grupo que se hacía del poder y subirte al barco de las relaciones y de los enchufes. Había, sin duda, espacios de libertad y de resistencia. Algunos de reconocida autoridad y otros que convivían con el sistema. El Ogro Filantrópico ganaba a las malas o las buenas con más del 70% de los votos, hasta que llegó la ruptura. En 1988, en las urnas, se mostró otra realidad: había emergido la oposición de una nueva izquierda más allá de sus errores, tropiezos y traiciones. Pero no se pudo. Ganó el PRI ejerciendo un fraude “patriótico” y con un racimo de asesinatos de militantes opositores.
Octavio Paz, ya convertido al neoliberalismo, criticó la postura antidemocrática de los perdedores de izquierdistas (¡el pueblo que había despertado!) y ungió a Salinas, un tecnócrata formado en la democracia imperial, para conducirnos al paraíso y salir del laberinto de la soledad. No fue así. El profeta falló o se deslumbró de tanta modernidad. Se inició un proceso de descomposición social que consistió en desmantelar lo poco que quedaba del Estado revolucionario. Hubo de todo: desde desastres económicos y corrupción infinita hasta crímenes políticos, levantamientos armados, matanzas de poblaciones campesinas indígenas y represiones brutales asociados al narcotráfico llamado “crimen organizado”. Pasaron 30 años (de 1988 a 2018) para que cayera el Ogro, pero no murió: agoniza y da coletazos. Puede resurgir.
Vivir la realidad humana y dejar de soñarla
Era 2018 y la vejez nos alcanzó. Estábamos ya en el séptimo piso de la vida y la esperanza tardíamente se nos apareció. No estábamos en el camino de Damasco ni habíamos perseguido cristianos catecúmenos, solamente habíamos resistido y estábamos fuera de lugar (off side); más cercanos a salir al coliseo y ser devorados por los leones; o a decir de García Márquez: “cerca de las
flores del cementerio”. Un milagro tardío. Había ganado la izquierda y por mucho. México salió a las calles y ungió a un tabasqueño, misionero en tierras baldías, para rescatar lo que quedaba de nuestro orgullo y reconstruir una República tantas veces traicionada. Lo que vino después es presente, habrá que esperar a que se convierta en historia. Seguramente lo será y para bien. Por ese pasado, micro-historia humilde, votaré por el segundo piso de la Cuarta Transformación el próximo 2 de junio.