Luis Alberto García / Pátzcuaro, Mich.
*Muerte y fulgor de J. Inés Chávez García.
*La narración de los tres hermanos García.
*Testimonio de los hijos del médico del pueblo.
*Como Villa, tenía sus bufones y matones de cabecera.
*Anduvo por caminos de Michoacán y pueblos que fue pasando.
*Celebraba sus crímenes al compás de la Caballería Rusticana.
El niño José Francisco Miguel García Munguía -tercer hijo del doctor Gabriel García Romero, dueño de la farmacia Moderna, situada a pocos metros de donde se encontraba medio escondido esa mañana- se frotaba los ojos por el cansancio y el sueño.
Se colocó agazapado tras un fresno del lado sur de la Plaza Grande de Pátzcuaro, el pueblo michoacano que, históricamente, había sido escenario de hechos violentos a lo largo de su existencia.
La mañana de ese diciembre de 1915, Miguel se subió después en el respaldo de una banca de madera de la plaza para evitar dormirse y así poder cumplir el encargo, la misión que le habían encomendado, pues desde ahí podía mirar todo en perspectiva.
En el horizonte rosado del amanecer patzcuarense la oscuridad terminaba con los primeros rayos del sol, y fue entonces que los vio, silenciosos en filas compactas acompañados por el relincho de los caballos de esos personajes conocidos como los “Tigres pintados”, temidos desde 1914, cuando aparecieron por Jalisco, el Bajío guanajuatense y el centro de Michoacán.
El grupo formaba parte de las tropas de alguien que se decía general nacido en 1889 en Godino, una ranchería de ese estado, en el municipio de Puruándiro: se trataba de José Inés Chávez García, a quien los pobladores de la provincia habían bautizado con el mote de el “Atila del Bajío”, el cual combatía y saqueaba bajo la bandera de Francisco Villa.
El niño corrió calle arriba hacia la Basílica para dar la voz de alarma sobre la llegada de los intrusos, para que las campanas de Pátzcuaro empezaran a lueguito a repicar, y los pobladores sabían qué hacer organizados en el Cuerpo de Defensores del que formaban parte su papá y las monjas enfermeras del hospital municipal que él dirigía.
Las familias se concentraron en cuatro puntos de la ciudad lacustre, en cuyas alturas se habían construido unas torres en las que se guardaban municiones y en dos de ellas unos pequeños cañones hechizos construidos por un improvisado ingeniero de la localidad.
Desde las mirillas como de un castillo medieval, se iban a turnar los defensores, improvisados como tiradores quienes, entre nerviosos y asustados, ya sabía que la campaña chavista era y sería implacable.
Después de combatir en la batalla de Celaya al lado de Villa -en la cual, como se ha reseñado, el general Álvaro Obregón perdió el brazo derecho-, atacó La Piedad y después tomó Paracho, Tacámbaro, Numarán, Monteleón, asaltó Degollado, Tangancícuaro, Santiago Tangamandapio, Sahuayo, Moroleón, Santa Ana Maya, Cuitzeo, Zamora, Jiquilpan y por último Pátzcuaro.
Innumerables haciendas y ranchos de una amplia región ya habían sido ocupados por la banda armada de Chávez García, quien tiempo después, en el año en que murió de gripe española, en la primavera de 1918, llegó a amenazar la capital del estado.
Miguel y sus hermanos, José Ramón y José Emigdio -nacidos en 1895, 1897 y 1907- serían enviados por sus padres, don Luis Gonzaga García Villa y doña Reducinda Romero Avilés, a estudiar a esa ciudad en la década de 1920, y contaban que, siempre que las tropas de J. Inés Chávez atacaban los pueblos de esas comarcas, la defensa era desesperada e inútil.
Este hombre sombrerudo, envuelto el pecho en cananas repletas de balas, de cuerpo ancho, apodado el “Indio” por sus enemigos, de semblante prieto, feroz y silencioso, había demostrado ser necio y despiadado.
Era alguien que, con sus hombres alcoholizados y brutalizados, acostumbraba realizar saqueos, incendios y aplicar tormentos y torturas a los vencidos, además de perpetrar mutilaciones y violaciones y robo de las muchachas más hermosas de los pueblos caídos en su poder inapelable.
Tales acciones fueron consignadas en relatos y libros, logrando poner de relieve los rasgos distintivos del entorno social del Bajío, en una época en que pueblos miserables y hambrientos, atrasados y violentados por el régimen porfirista, escribieron los acontecimientos ocurridos en la segunda década del siglo XX , prefiriendo enfrentar la muerte, antes que ver conculcados sus derechos más sentidos.