Federico Berrueto
Desde el presidente Franklin D. Roosevelt, se ha institucionalizado en la política norteamericana —y en los medios que la cubren— un periodo de evaluación del mandatario. Se considera los primeros cien días perfila más que a una persona, a una gestión. Roosevelt se propuso modernizar la presidencia, y lo consiguió. Modernizar significaba fortalecer al mandatario para cumplir lo prometido, en un contexto donde el Congreso y el propio gabinete limitaban el poder presidencial. Para ello, creó la Oficina de la Presidencia. Esta visión se correspondía con la situación de emergencia en que Roosevelt asumió el cargo: la Gran Depresión. El protagonismo del gobierno y del presidente fueron claves para superar aquella crisis.
México pertenece a otra tradición, aunque debe reconocerse que tanto López Obrador como Claudia Sheinbaum definieron el perfil de sus presidencias desde los primeros días. Ninguno recurrió al engaño ni a la impostura. Incluso Andrés Manuel estableció su estilo de gobernar antes de asumir la presidencia, con la cancelación del aeropuerto de Texcoco, una decisión que demostraba no solo su independencia frente a los intereses económicos, sino también ante la razón técnica, según el juicio de sus propios colaboradores en Comunicaciones, Hacienda y su Oficina. A partir de entonces, no quedaría duda de quién mandaba: gobernaría según su propio criterio, sin ciencia ni atajos técnicos o de conveniencia política. La arbitrariedad y el capricho serían la firma de la casa
Algo similar ocurre con la presidenta Sheinbaum, aunque de forma distinta. López Obrador fue la expresión de ruptura; Sheinbaum representa la continuidad. Su decisión de adoptar como propia la reforma judicial fue firme, a pesar de sus errores, inconvenientes y dramáticas consecuencias negativas para el país, las libertades, la democracia y la economía. El mensaje es claro: habrá continuidad, pese a quien le pese. Aun así, algunos sostienen, contra toda evidencia, que podría haber ruptura o contraste. No será así. Cualquier ajuste o cambio responderá a la necesidad de sostener el mismo proyecto, no a un ejercicio de autonomía, en un contexto especialmente difícil debido a la crítica situación financiera, el cambiante entorno internacional y problemas internos que se han exacerbado como la violencia y la corrupción.
Volviendo a Trump, sorprende cómo gran parte de la opinión recurre a las encuestas para concluir que su derrota es inminente, basándose en el elevado rechazo que acumula y el repudio a las principales políticas de su gobierno: aranceles, migración, debilitamiento del estado de derecho, desmantelamiento del aparato gubernamental, entre otros. Es envidiable observar cómo reacciona la opinión pública en Estados Unidos: frente a los desplantes autoritarios, hay un franco rechazo. En México, en cambio, esos mismos excesos aumentan la popularidad presidencial. No hemos interiorizado los valores de la democracia, ni siquiera entre las élites, que se han acomodado a la deriva autocrática; a la mayoría le seduce la idea de un presidente sin límites y con amplios poderes discrecionales. Al final, tenemos el gobierno que merecemos.
Muchos observadores celebran el deterioro del apoyo a Trump, el presidente con la más baja aprobación a los 100 días de su mandato. Sin embargo, no consideran la magnitud y variedad de decisiones que ha tomado, casi todas desastrosas para la economía —que en Estados Unidos suele ser el principal referente—, para las libertades, los derechos civiles, el estado de derecho, la calidad del gobierno y su errática política internacional, incluyendo los aranceles y su cercanía con Putin en la falsa mediación entre Rusia y Ucrania.
Aun así, a Trump no le va tan mal. A pesar de un gobierno claramente fatídico en múltiples ámbitos, cuenta todavía con el apoyo de la abrumadora mayoría de los republicanos y de un 42% de la población. Este porcentaje, dadas las circunstancias, resulta sorprendentemente alto. Es más elevado que el de su antecesor, Joe Biden, al final de su mandato, a pesar de que entregó una economía sólida, en crecimiento, sin inflación y con bajo desempleo.
En estos tiempos de profundo descontento social, hay que profundizar más en las razones de la popularidad de figuras como Trump, López Obrador y, en cierto sentido, Claudia Sheinbaum. No se trata únicamente de las expectativas de bienestar que ofrece la interpelación populista; va más allá. Se trata de factores emocionales: el rencor, la frustración y el desencanto con el pasado juegan un papel determinante.