Francisco Medina
CIUDAD DE MÉXICO.- La festividad de Día de Muertos es una de las celebraciones más extendidas de México; de las más populares y difundidas, y quizá la menos entendida. Sin duda se ha hecho de este evento ritual de raigambre indígena algo mediático y masivo.
No hay escuela que no coloque un altar, o pueblo o ciudad que no convoque a un concurso de calaveritas, de ofrendas, un gran desfile de catrinas.
Incluso, esta celebración mexicana ha sido declarada patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO desde 2008.
Se dice que los niveles de los altares guardan relación con los pisos del inframundo, que los tamales representan cadáveres amortajados o que los cuerpos de pan son los difuntos. No obstante, muchas explicaciones dejan de lado algo evidente: esta celebración es, sobre todo, una gran comilona.
En México el 1 y 2 de noviembre se celebra los días dedicados a los muertos. Tanto entre los Aztecas, como en el resto de las culturas prehispánicas, la muerte era abrazada con respeto y sin temor.
Estaba presente en su cosmogonía, en su filosofía, en sus mitos y en sus festividades. Todo giraba alrededor de la dualidad vida-muerte, todo tenía su contraparte, como un principio fundamental entre los aztecas.
Esta dualidad partía del hecho de los períodos de lluvias y secas. En el primero todo florecía, mientras que en lo segundo todo se secaba. Sin embargo, los ciclos naturales les enseñaron que tras el período de secas, nuevamente regresaba un período de florecimiento y este movimiento continuo explicaba a su vez la existencia de las noches y los días, y de la vida y la muerte.
Los Aztecas entendieron que para que existiera esta dualidad que indiscutiblemente generaba vida, ellos tenían la responsabilidad de mantener un equilibro entre los hombres con el universo y por ello, se explica que realizaran sacrificios humanos, ya que de la muerte, surge la vida.
Entre los nahuas, por ejemplo, se considera que las personas, al morir, inician otra forma de existencia donde el alma —tonali— adquiere un nuevo modo de vida en el inframundo, en el Mictlan.
A diferencia del mundo judeocristiano, la muerte no es un momento para el descanso eterno y ocioso; por el contrario, se trata de un cambio de existencia en el que los difuntos trabajarán del mismo modo en que los vivos lo hacen para reproducir el cosmos indígena.
Por ejemplo, los chamanes se transforman en fenómenos pluviales —personas rayo, personas neblina, personas relámpago— al morir y a partir de entonces trabajarán trayendo la lluvia y colaborando con sus pares humanos en favor de la fertilidad agraria y la prosperidad.
Las personas nahuas que no se casaron, es decir que no contribuyeron a reproducir, del modo más evidente y pragmático, la vida, tendrán que cargar temporalmente el mundo —Tlalpikpak—; cuando uno de estos adultos solteros muere, se produce un movimiento telúrico pues cambia de hombro con alguien más. Así, los temblores son la evidencia de este hecho.
¿A DONDE IBAN LOS MUERTOS?
La mayoría de los nahuas tendrá como destino post mortem el Mictlan, un pueblo similar al que habitan los vivos, donde la gente es agricultora, vive en familia, acude a la iglesia, es decir: vive en sociedad. Son esta clase de muertos los que acuden año con año a visitar a sus familiares, al regresar a sus casas para recibir lo que más les gustaba en vida: mole de guajolote, tamales, aguardiente, café, pero también sus instrumentos de labranza y vestimenta con las que trabajarán en su propio mundo.
Los hombres y mujeres tenían destinados un lugar específico al momento de su fallecimiento. Por ejemplo, se tenía la creencia que los guerreros muertos en combate o en sacrificio eran elegidos para acompañar al sol desde su nacimiento por el oriente, hasta el mediodía, y las mujeres muertas en parto – quienes eran consideradas como guerreras por la lucha que tuvieron que sostener al dar a luz – eran elegidas para acompañar al Sol desde el mediodía hasta el atardecer. Pero sólo los hombres, al cabo de cuatro años de acompañar al astro rey en sus viajes diarios, se convertían en aves de rico plumaje para regresar así a la vida terrena.
El tlallocan, era otro lugar donde iban los muertos, pero aquí iban los que partieron de esta vida por diversas enfermedades como la gota, la sarna, la lepra, por ahogamiento o por un rayo. Se tenía la creencia de que este era el lugar de las delicias, de veraneo, de verdor absoluto, en donde no hacía falta nada. En él residía el Dios del agua y sus ayudantes, los tlaloques.
Y el tercer lugar a donde se dirigían los muertos era el Mictlán al que iban todas las personas que morían de muerte natural o de enfermedades no relacionadas con el agua. Se creía que para llegar a este sitio, se tenía que atravesar un largo camino lleno de peligros entre los que estaban: el lugar de la culebra que guarda el camino, y el lugar del viento frío de navajas.
MICTLANTECUHTLI
En el Mictlán residía una dualidad: Mictlancihuatl y Mictlantecuhtli, señor y señora del mundo de los muertos. El Mictlán era concebido también de forma dual, como una caverna a través de la cual llegan los muertos, pero de igual forma era el lugar del nacimiento de los hombres. Y de este último punto, se encargó – de acuerdo a la mitología náhuatl – el Dios Quetzalcoatl, como podemos ver en el siguiente relato tomado del libro: “Los Antiguos Mexicanos”, de Miguel León Portilla:
“Y luego fue Quetzalocoatl al Mictlán,
se acercó a Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl y en seguida les dijo:
-“vengo en busca de los huesos preciosos
que tú guardas,
vengo a tomarlos”
y le dijo Mictlantecuhtli:
-“Que harás con ellos, Quetzalcoatl?”
y una vez más dijo (Quetzalcoatl)
-“Los dioses se preocupan porque alguien viva en la tierra”.
Y respondió Mictlantecuhtli:
-“Está bien, haz sonar mi caracol
y da vuelta cuatro veces
alrededor de mi círculo precioso”.
Pero cuando Quetzalcoatl recogió los huesos y se alejó, tropezó cayendo al suelo, donde se esparcieron los huesos. Cuando finalmente logró salir, los bañó con su sangre, a la vez que los dioses hicieron penitencia, logrando así el nacimiento del genero humano. Con este relato, nos damos cuenta nuevamente cómo se repite el concepto dual de los aztecas, ya que de los huesos de los muertos, nació la vida.
ANIMALES REPRESENTATIVOS DE LA MUERTE
Los Aztecas también tenían la creencia de que algunos animales eran representativos de la muerte y el murciélago era uno de ellos ya que vive dentro de las cuevas y sólo sale de noche. Pero también, de acuerdo a su mitología, las lagartijas y las serpientes eran animales que asociaban con la muerte ya que según sus relatos, estos animales eran encontrados en el recorrido que tenían que hacer los muertos hacia el Micltán.
El perro era otro que tenía una conexión con la muerte, pero de forma benéfica que ya que eran ellos quienes ayudaban a los difuntos a cruzar el río de las regiones de los muertos. Y sumados a lo anteriores, aparecen también los jaguares, los búhos, las lechuzas, las arañas, los alacranes, los ciempiés y los gusanos, todos los cuales tenían diferentes conexiones con los muertos.
LA MUERTE, UNA FIESTA
Con todo lo anterior, nos damos cuenta de la importancia que la muerte tenía entre los aztecas quienes también la celebraban de diversas formas. Por ejemplo: se sabe que el noveno mes del año de su calendario, era dedicado a la fiesta de los muertos niños.
Para ellos, se realizaban ritos y festividades con los que se les recordaba y a la vez se prevenía su muerte mediante hechizos que realizaban los ancianos.
Pero también el décimo mes del año, hacían grandes solemnidades sacrificando un gran número de hombres, colocándoseles abundantes ofrendas a su alrededor mientras un grupo de jóvenes bailaban en torno suyo adornados con plumas y joyas, lo cual era una forma de celebrar la muerte y darle la bienvenida a la vida.
Es por eso que todavía hoy en día los mexicanos seguimos celebrando la muerte y lo hacemos porque es una tradición que nos acera con nuestro pasado, reafirma nuestra cultura y nos permite relacionarnos con ella para conocerla más de cerca, así como lo hacían nuestros antiguos mexicanos.
Por eso, este 1 y 2 de noviembre celebraremos como todos los años, los días de muertos.
Para lograr el descanso eterno, los muertos debían hacer un duro recorrido por ocho niveles del Mictlán; al cabo de cuatro duros años de retos y ayudados por Xolotl (dios del relámpago y los espíritus), los muertos llegaban al Chicunamictlan, que era el noveno y último nivel donde alcanzaban la liberación de su tonali (alma).
Los nueve niveles del Mictlán eran los siguientes:
En el Apanohuaia o Izcuintlan había un río que sólo podía cruzarse con la ayuda del perro Xolotl,
El Tepectli Monamictlan era el lugar donde los cerros chocaban entre sí.
Iztepetl, o cerro de navajas
Izteecayan o lugar en el que sopla el viento de navajas
El Paniecatacoyan era una zona desértica y fría, ubicada al pie del Izteecayan,
El Timiminaloayan era un sendero con manos invisibles que acribillaban a los pasantes con sus puntiagudas saetas
En el Teocoyocualloa había una fiera que se comía el corazón de la persona y después ésta caía en un lago donde un caimán lo perseguía
El Izmictlan Apochcalolca o el camino de la niebla que enceguece era un lugar con nueve ríos que la persona debía cruzar.
Por último, el Chicunamictla, como ya lo mencionamos, era el lugar de descanso eterno donde se liberaba el tonali.
AM.MX/fm