Luis Alberto García / Sapporo, Japón
* Con un combate desigual finalizó una guerra en el mar Amarillo.
* Dos imperios se enfrentaron entre febrero de 1904 y mayo de 1905,
* Reacción tardía e indecisiones del zar Nicolás II y su almirantazgo.
* “La última Armada del zar”, gran libro de Konstantin Pleshakov.
* El valiente papel del almirante Zinovi Pétrovich Rozhentsvenski.
* Port Arthur, en Manchuria, quedó bajo asedio y con hambre.
El 9 de enero de 1905 es la fecha que marcó -luego de una acción represiva que dejó cerca de mil manifestantes muertos tendidos en la explanada del Palacio de Invierno de San Petersburgo durante la jornada del “Domingo Sangriento”- el sendero por el cual transitaría un fenómeno extraordinario.
Este acontecimiento, que no solamente acabaría con el régimen autocrático zarista que encabezó la dinastía Romanov hasta 1917, iniciaría el proceso revolucionario que definiría la historia del siglo XX y entraría hacía una buena parte del XXI.
En el otro extremo de Rusia, en Manchuria y en el mar Amarillo, el Ejército y la Marina de Nicolás II reaccionaron tarde ante la declaración de guerra y la invasión que ejecutaba el Japón por órdenes del emperador Matsuhito para dejar claro quién debía imponerse para expandir sus dominios, que no debían limitarse a un archipiélago, sino ampliarlos al interior del continente asiático.
Dos textos imprescindibles y excepcionales para conocer y entender lo ocurrido en la disputa bélica protagonizada por los imperialismo ruso y japonés son “La II Flota del Pacífico y el camino a la batalla de Tsushima” y “La última Armada del zar”, de Konstantin Pleshakov editados por Five College Consortium of Massachusetts University.
La historia de la II Flota del Pacífico y su formidable travesía de nueve meses que culminó con una desastrosa derrota en la batalla naval de Tsushima en el mar Amarillo ha sido objeto de estudios serios y es bien conocida.
Sin embargo, hay interpretaciones extraordinarias y excepcionales –como las contenidas en el gran libro de Pleshakov- sobre la estrategia tardía e inoportuna tras la expedición absurdamente concebida por el zar Nicolás II y su almirantazgo.
Ambas obras marcan el contexto de un periplo épico, la logística de la batalla naval de Tsushima y el valiente papel del almirante Zinovi Pétrovich Rozhestvenski, el “Perro Salvaje”, como lo apodó la prensa británica por su dureza y disciplina, y por ello, los dos estudios son ejemplo de rigor y estilo sobre factores que incluyen violencia, errores, horrores y contradicciones.
No obstante considerarse un conflicto menor entre los que se han sucedido a lo largo de la historia, son numerosos los autores que, como Pleshakov, han intentado interpretar el complejísimo viaje llevado a cabo por la escuadra rusa en hechos inenarrables y su derrota final bajo los obuses mortíferos de una flota japonesa, con el acorazado Mikasa como buque insignia.
“De febrero de 1904 a mayo de 1905, Rusia y Japón se enfrentaron en el Noreste de China por lo que -al menos los rusos- lejos de su territorio, no tomaron en cuenta como los aspectos logísticos de las fuerzas armadas invasoras japonesas que alcanzaron enorme importancia”, dice Pleshakov.
El zar mandó a sus efectivos a combatir en territorios vecinos de su vastísimo imperio; pero dado que el Lejano Oriente de Rusia era aún una región apenas explorada, inhóspita y poco desarrollada, todos los refuerzos militares y los suministros enviados al llamado Ejército de Manchuria tuvieron que partir de Moscú y San Petersburgo.
En la Rusia europea estaban los centros de poder de la nación, en tanto que Japón enfrentó un reto menor, porque en su caso el mantenimiento de las tropas y su máquina de guerra se hicieron atravesando un brazo de mar.
Las operaciones de los japoneses se hacían con mayor facilidad y rapidez hacia puertos chinos y coreanos ubicados a mucho menos distancia a la que tenían que recorrer los recursos humanos y materiales que consumirían las fuerzas armadas zaristas de mar y tierra.
La misión encomendada por el zar a la II Flota del Pacífico consistía en cortar el tráfico marítimo japonés con el fin de debilitar a sus tropas en el continente y, por supuesto, la base naval más importante era Port Arthur, óptimo para un conjunto de buques de guerra que, para su desgracia, llegó demasiado tarde al teatro de las hostilidades en el mar Amarillo.
Desde la primera noche de la guerra en febrero de 1904, los japoneses iniciaron el ataque a ese puerto afectando gravemente a la escuadra anclada en él, sin que se recuperara convirtiéndose en blanco fijo y dar paso al sitio por tierra, hasta su caída meses después.
Con Port Arthur asediado y en el hambre, la flota de Rozhestvenski debía llegar lo más pronto posible para atacar y bloquear a la Armada japonesa y tratar de rescatar lo poco que quedaba de los buques rusos atracados ahí y bajo fuego en los muelles; pero la flota zarista fue interceptada y no tuvo salvación.
Con la fatiga de un periplo casi interminable –nueve meses- por medio mundo, con barcos anticuados en comparación a los que poseía la Marina japonesa, la flota rusa fue atacada en Tsushima sin poder llegar al objetivo antes de su caída, convirtiendo a la expedición en un despilfarro enorme en vidas humanas y en una locura de proporciones épicas.
Se trató de responsabilizar de esa calamidad al almirante Rozhensvetski, quien salió herido gravemente antes de que se hundiera el Suvorov, buque insignia de la flota, cayera preso del almirante Heihachiro Togo -que contempló la batalla desde el Mikasa- y, trasladado a San Petersburgo con otros sobrevivientes, ser juzgado y finalmente absuelto de todos los cargos que se le imputaban.
“El único responsable fue Nicolás II y su almirantazgo de corruptos y mediocres quienes, a miles de kilómetros de Tsushima, no tenían el dominio de nada, cuando más de doce mil marineros y 22 buques fueron sepultados en el mar, entre ellos el Suvorov, el Alejandro III, el Borodinó y el Oslyabya, que al menos presentaron combate antes de hundirse”, consigna Konstantin Pleshakov,
“Nicolás II era incapaz en asumir en serio ninguno de sus numerosos deberes, callado, solitario, reacio a tomar las más elementales decisiones, dubitativo, sin carácter, ciegamente convencido de su sagrada relación con sus súbditos, sobre cuyo bienestar no mostraba interés alguno”, define Paul Kennedy, escritor inglés dedicado a estudiar el auge y caída de las grandes potencias.
En su referencia al militarismo ruso de fines del siglo XIX y principios del XX, Kennedy dice que el zar se había rodeado desde su coronación en 1894 de una emperatriz Alexandra desequilibrada y devota, de duques irresponsables que pesaban más que sus ministros ambiciosos y rastreros, y militares de una imbecilidad que, patéticamente, hacía ver que no mandaban ni en su casa.
Salvo Zinovi Rozhentsvenski y Alexander Kuropatkin, opina Paul Kennedy, esa corte de hipócritas llevó a Rusia a la peor y más ignominiosa de sus derrotas desde 1613, cuando Mijaíl Romanov fundó su monarquía dinástica de zares débiles y poderosos, idiotas e inteligentes; pero ninguno como Nicolás II, que perdió un imperio, la vida y la vergüenza si alguna vez la tuvo.