Rajak B. Kadjieff / Moscú, Rusia
*Reconciliación oficial con el pasado.
*Autosatisfacción y chovinismo del Kremlin.
*La conciencia imperial y el belicismo.
*Desde el Hermitage, ideas críticas de Mijaíl Piotrovsky,
*La guerra en Ucrania, Vladímir Putin y sus mayorías.
El llamado “gran nacionalismo ruso”, equivalente a la “grandeur” de los franceses, con su consabida y correspondiente conciencia soberbia y belicosa ya no se oculta, sino que está tan presente como en la época de los zares y de Iósif Stalin.
Esto pasa cuando y cuando se escucha hablar en sus conciliábulos a las elites rusas, que parecen seguir viviendo en el siglo XIX; pero ahora es en una Rusia que se reconcilia con su pasado imperial.
Mijaíl Piotrovsky, director del famoso y extraordinario Museo del Hermitage de San Petersburgo, declaró lo siguiente a propósito de la toma de conciencia de las sociedades europeo occidentales del pasado colonialista:
“¡Ya es ridículo! ¿Cuánto pueden seguir lamentándose de ese colonialismo horrible que en realidad no es tan claro como lo presentan? (…) Todos somos militaristas e imperiales. Al fin y al cabo, todos fuimos educados en la tradición imperial, y un imperio une a muchas naciones”.
Además Piotrovsky establece que “reúne a la gente, encuentra ciertas cosas que son comunes e importantes para todos. Es muy tentador, pero es una de las, digamos, buenas tentaciones (…). Esto empezó en 2014 en Crimea, cuando Rusia se embarcó en una gran transformación global. La guerra es la autoafirmación del ser humano, de la nación”.
La periodista que entrevistó a Piotrovsky describió a un hombre que se enorgullecía mientras hablaba, y no se trata de un hecho aislado, pues basta recordar que Vladímir Putin organizó un festival de música en el Luzhniki, el mayor estadio de fútbol de la capital ante miles de sus prosélitos que celebraban la invasión y la muerte de propios y extraños en Ucrania.
En el espectáculo de las celebraciones en las tribunas de los estadios y en las confesiones autocomplacientes sobre «la guerra como autoafirmación del ser humano y de la nación, lo más interesante no es el renacimiento de las expresiones preferidas del Reich hitleriano.
Porque desde entonces, los bombardeos de universidades, maternidades, teatros, hospitales y edificios de vivienda, las columnas de refugiados, las torturas y ejecuciones masivas, los nombres de Bucha, Irpin, Mariupol o Izioum, también han acostumbrado a los rusos al olor a pólvora y muerte.
Lo que sorprende y al mismo tiempo exige un análisis es la alegría de quienes, como dirigentes o espectadores sentados cómodamente lejos de la acción, acogen con entusiasmo la guerra, y por eso es que Piotrovsky escribió una síntesis de la milenaria herencia cultural rusa.
Sin embargo, excluyó la solidaridad de pensadores anarquistas con el levantamiento polaco de 1863 o las investigaciones de Anna Politkóvskaya de los crímenes de Chechenia y, en general, a todos aquellos a los que Putin, en este festival, llamó “mosquitos”.
Así se diferenciaba de Iósif Stalin, que los llamaba “moscas”, anunciando a la multitud jubilosa la próxima destrucción de aquellos cuya única culpa, ayer y hoy, es salvar la dignidad de Rusia al no confundir orgullo de la cultura rusa con superioridad nacional.
La euforia de Mijaíl Piotrovsky es la de un hombre ilustrado, que reconoce que él y la nación, ambos identificados en el culto al militarismo y en la vieja mentalidad imperial, se afirman con la guerra.
Su parresía, que en ruso quiere decir “todo”, define entre risas el militarismo como un rasgo inherente al ser humano, la alegría del cínico que dice la verdad; pero su júbilo, por un lado, hace de ese todo una expresión primitiva de su miseria ética.
Mientras que, por otro, al confesar que espera la auto afirmación de la nación a través de la guerra, Mijaíl Piotrovsky confiesa a su pesar la existencia de una debilidad que no identifica, un conocimiento que se le escapa.