Por Eduardo Rodríguez Mayén
Seguimos esperanzados en que en algún momento “se abra la gloria” y el hombre escuche una voz diferente a la que resuena en su cabeza; la suya. ¿Alguien se habría imaginado que estaríamos viviendo estos tiempos? La historia política de México tiene, en su era moderna, al menos 35 años en una declive de credibilidad, honestidad y moral ante los ojos ciudadanos. La necedad y ceguera voluntaria del emperador de Palacio Nacional, sólo abre más y más esa profundísima brecha que existe entre políticos y sus gobernados. La locura que se respira en el ambiente presidencial recuerda a la de Cayo Julio César Augusto Germánico, mejor conocido como “Calígula”, en Roma. Tras un prometedor comienzo de su regencia, parece que se propuso específicamente intimidar y humillar al senado, los altos mandos del ejército, los filósofos y todos aquellos que osaran pronunciar una sílaba que no sonara a lo que entonaba el emperador.
Al declararse Dios, ofendió profundamente no solo a Jerusalén, sino a los romanos, que reconocían únicamente la deificación después de la muerte. Calígula instituyó un reinado de terror mediante el arresto arbitrario por traición a todo aquel que pensara diferente, igualmente como lo había hecho su antecesor Tiberio. Declaró una especie de guerra surrealista en el mar, en la que le ordenó a sus soldados que se metieran con sus espadas para luchar contra la olas y que coleccionaran cofres llenos de conchas marinas como el botín de su “victoria” sobre el dios Neptuno, rey del mar, la “mafia del poder de los romanos”.
Pensar a estas alturas que el timón del barco va a enderezar porque el capitán recapacitó, es ser inconmensurablemente ingenuos. Tenemos suficiente evidencia que a los únicos que escucha es a los que le hacen eco. El presidente desgobierna sólo desde un planeta lejano, su corte son simplemente hologramas convencidos que pasaran a la historia porque él así se los ha dicho. Habría un halo de esperanza si su mensaje fuese únicamente demagógico y en la práctica equilibrara sus acciones como muestra de un gobernante que le habla a su voto duro pero considera a todos los ciudadanos, sería francamente comprensible, pero la realidad es otra. El ocupante de La Silla del Águila se ufana todos los días de su “éxito” de la política sanitaria que tiene ya en cifras, cerca de medio millón de mexicanos muertos, se convence de que su sola y omnipotente presencia desterró la corrupción cuando sigue sin poder explicar los casos de su hermano, su prima y sus amigos. Financió a sus aduladores y desamparó hasta la quiebra a cientos de miles de PYMES que hoy siguen sin sus negocios, sin empleo y con deudas que habrán de pagar por décadas. Inventó un lago con fauna inexistente para dinamitar una obra que nos costó según la ASF el equivalente a 750 millones de vacunas. Pretende inundar al país con carbón porque las energías limpias son “neoliberales”, olvidó la conectividad carretera y la transformó en caminos de piedra y cemento junto a un tren digno de 1950.
Todas estas señales nos dibujan claramente el mundo en el que vive el presidente. Es el conductor de ese tren que está a punto de descarrilarse pero el sigue viendo el espejo, enamorado de su figura y hablándole a los pasajeros por los altavoces convenciéndolos de que es un enorme privilegio viajar con él al volante, mientras los vagones se vienen incendiando. Este es el presidente de hoy, al que nadie le hace sombra, el dueño del hacha que pasa todos los días en péndulo esperando quien asome su cabeza para decapitarlo. El elegido que gobierna una tierra de felicidad y prosperidad donde todo es color guinda y es el día y la hora que el presidente quiere. Donde todos son felices.
Caligula, el emperador que aseguró que no había un solo romano que no fuera feliz bajo su mano, fue derrocado por la Guardia Pretoriana, su cuerpo militar más leal, el que nunca le hubiera fallado, el que le servía de escolta y protección, en el año 41.