José Antonio Aspiros Villagómez
Este 20 de noviembre recordamos el 113 aniversario de la Revolución que Francisco I. Madero encabezó para sacar a Porfirio Díaz del castillo de Chapultepec, esto es, para “arrojar del poder a los audaces usurpadores”, según propósito del Plan de San Luis.
La Revolución Mexicana pasó a la Historia como el primer movimiento social del siglo XX en el mundo. La inició Madero y la continuaron los villistas, los zapatistas, los carrancistas y finalmente los sonorenses que, tras de muchas purgas sangrientas, cerraron la era de los caudillos y abrieron la de las instituciones. Eso dijo Plutarco Elías Calles.
Pero la Revolución no la hicieron sólo esos personajes cuyos nombres llegaron a los libros de Historia. Fueron millones de mexicanos quienes se vieron involucrados de una u otra forma. Algunos lucharon por la causa rebelde, ya fuera por convicción, por miedo o porque se los llevó la leva; otros apoyaron al antiguo régimen y sus razones fueron parecidas. En cada familia mexicana existen historias de parientes que estuvieron de uno u otro lado. Al cabo de las décadas transcurridas, quizá ya sólo sean recuerdos fríos, alguna reliquia o simplemente efemérides.
El ejemplo de revolucionarios anónimos más a la mano por tratarse de familiares, se localiza en Puebla. Allí la Revolución comenzó de hecho el 18 de noviembre de 1910, cuando la conspiración de los hermanos Serdán fue descubierta y tuvieron que enfrentarse a la policía, con el saldo que todos sabemos.
Aquiles Serdán tenía el encargo de Madero de hacer estallar la Revolución en Puebla. Su hermana Carmen fue una activista que arengó al pueblo y en su momento tomó las armas. Una amiga suya, la jefa de enfermeras del entonces sanatorio y escuela ‘Cruz y Celis’, Sara González (tía abuela del tecleador), iba y venía a la casa de Santa Clara; su trabajo era de “coordinación” entre los Serdán y los demás revolucionarios poblanos. “Había ocasiones en que tenía que entrar y salir descalza y con una canasta para llevar y traer comunicaciones, porque la casa estaba vigilada”, dijo en 1965 en una entrevista periodística a La Voz de Puebla. Ese papel lo desempeñó después en Morelos, al lado de Emiliano Zapata.
Por azares del destino, Sarita, de 23 años entonces, no estuvo en la casa de los Serdán ese 18 de noviembre, pero sí en el ‘Cruz y Celis’, que había sido centro de reuniones de los estudiantes del Colegio del Estado (hoy Universidad), partidarios del movimiento antirreeleccionista, y donde le fue practicada la autopsia a Aquiles Serdán, muerto el día 19. Allí, el doctor Lauro Camarillo metió el corazón del héroe en una caja de zapatos y se lo encomendó a la enfermera, quien lo pasó a un frasco con una preparación especial y así lo escondió durante un año porque “sabía que agentes de la dictadura lo estaban buscando”. También custodió el estandarte que los alumnos del Colegio del Estado portaron en la recepción a Francisco I. Madero en Puebla.
El esposo de Sara González, Enrique Cañas, fue otro revolucionario de quien quedan dos recuerdos físicos, obra suya: la urna donde fue inhumada finalmente la víscera de Aquiles Serdán, y el quiosco de las flores en la plaza comercial donde estuvo el mercado de La Victoria en el barrio de Santa Clara de la capital poblana.
En noviembre de 1942, Carmen Serdán expidió una constancia según la cual, “la señora Sara González (…) tomó parte activa en todo lo relacionado con ese movimiento (la Revolución de 1910), cumpliendo fielmente y con valor cuantas comisiones se le confiaron”. Por ello fue reconocida como Veterana de la Revolución, lo mismo que la hermana de Aquiles. Ambas recibieron por ello una pensión vitalicia, que en el caso de la segunda era de 20 pesos mensuales cuando, en 1948, murió “quieta y en silencio” (Ángeles Mastretta dixit), en su casa de Tacubaya, Distrito Federal. La tía Sarita murió en 1969 en San Pedro de los Pinos.
La amiga e historiadora Josefina Moguel Flores ha dedicado su vida como investigadora, incluido el tema de su tesis de titulación en la UNAM, a documentar la trayectoria del médico y general Juan Andreu Almazán. Según su información, este personaje fue en 1910 el estudiante de medicina que extrajo el corazón de Aquiles Serdán y así lo manifestó durante la Semana Cultural Almazanista celebrada en 2019 en la cabecera municipal de Olinalá, Guerrero, donde nació Andreu en 1891. “En el evento, he mencionado la presencia de su querida tía abuela doña Sara González”, nos dijo en relación con los sucesos de Santa Clara, Puebla, en vísperas de que estallara la Revolución mexicana.
(La versión original de este texto fue difundida por la agencia Notimex el 22 de noviembre de 2002)
(Concluirá)
Textos en libertad
Historias de la Revolución – II
José Antonio Aspiros Villagómez
En el municipio de San Diego Tacubaya, de la Ciudad de México, donde murió Carmen Serdán, vivieron dos familiares cercanos de Sara González, quien fue amiga de aquella y custodió en Puebla el corazón de Aquiles en 1910: fueron su hermana María González, también enfermera, y su cuñado José Antonio Villagómez Farfán, teniente coronel retirado, que igualmente fueron activistas de la Revolución, lo mismo que sus respectivos hermanos, Esther González y Aurelio Villagómez.
María González -nativa de Tequisquiapan, Querétaro- pasó los primeros años de la Revolución en la Ciudad de México. Su título de enfermera lo firmó en 1913 el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, Nemesio García Naranjo, pero desde 1905 trabajó en el Hospital General, donde la sorprendió la Decena Trágica, según nos platicó alguna vez. Dedicó toda su vida al sector Salud, incluso en campaña durante la Revolución constitucionalista, hasta su jubilación en 1968. Un testimonio del médico militar Agustín Vidales dice que “fue la Jefe de Enfermeras de la Brigada 15 (del Ejército de Oriente) durante cuatro largos años e hizo su servicio en campaña a mi lado”. Ella recibía sus salarios del entonces pagador Adolfo Ruiz Cortines.
Nunca pudo ser reconocida como Veterana de la Revolución por trámites burocráticos; por ejemplo, no pudo presentar “en un plazo de 90 días” la constancia “de su bautizo, debidamente cotejada por Notario Público o autoridad competente que legalmente los sustituya”, como le solicitó la Secretaría de la Defensa Nacional en 1970, para un trámite que ella inició en 1955. Absurdo que la institución castrense de un Estado laico, solicitara como requisito un documento religioso sin valor oficial.
María González fue esposa y cuñada, respectivamente, de los dos militares revolucionarios mencionados. En 1926 se casó con José Antonio Villagómez, y establecieron su casa en Tacubaya. El, nativo de Zinapécuaro, Michoacán (1879) alcanzó el grado de teniente coronel, y su hermano Eusebio, el de coronel.
José Antonio formó parte del Batallón Morelos, integrado por alumnos de la Escuela de Artes y Oficios de Morelia, que tomaron las armas durante la Revolución. Debe haber dejado pronto las filas, pues en 1919 ya era contador en la Fábrica Nacional de Vestuario y Equipo, en Tacubaya. El 14 de junio de 1931 tuvo lugar en la villa de Guadalupe Hidalgo, D F, “la segunda reunión de los viejos componentes del extinto ‘Batallón Morelos’ (…) de la Escuela Industrial Militar de Morelia 1894-1931 (…) en honor de nuestro compañero Sr. Antonio Villagómez”. Otro michoacano, Eustorgio Peñaloza Díaz, fue director de la banda de ese Batallón y compuso la marcha del mismo.
La vida revolucionaria del teniente coronel Villagómez, debe haber transcurrido en Sinaloa. El gustaba de decir que había nacido en Mazatlán, y su hoja de filiación expedida por la Contraloría de la Federación en 1930, daba a El Fuerte como su lugar de nacimiento. Pero su fe de bautismo fue expedida por el cura de Zinapécuaro, Michoacán, fray Ramón Silva.
Este tipo de microhistorias existe, con seguridad, en todas las familias mexicanas. En muchas, desde el bando contrario. Importa saber que miles y miles de nuestros antepasados aportaron su cuota de esfuerzo para construir una parte del país que ahora tenemos, y que fueron gente común que se enfrentó con la gran coyuntura y tomó partido.
Por ello, a través de la evocación de los abuelos maternos, María González y José Antonio Villagómez, en sus recién cumplidos aniversarios luctuosos 50 y 70 respectivamente, rendimos homenaje a los millones que forjaron de buena fe el México del siglo XX (el XXI ya fue otra cosa), y que no están en ningún libro de historia; tal vez tampoco en ningún recuerdo familiar.
Post Scriptum.- Agripina Olivera, mujer zapoteca oriunda de Tlacolula, Oaxaca, y abuela paterna del tecleador, quien tuvo casi nula cercanía con ella, al parecer no fue revolucionaria, pero trabajaba en el restaurante ‘La Bombilla’ el día que mandaron matar a Álvaro Obregón, según la versión relatada por nuestro progenitor.
(La versión original de este texto fue difundida por la agencia Notimex el 25 de noviembre de 2002)