Miguel Tirado Rasso
El proceso electoral para la sucesión presidencial de 2018 iniciará, formalmente, la primera semana de septiembre con lo que la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) denomina Etapa de Preparación de la Elección. Para entonces, al menos así lo dispone la ley, los partidos políticos habrán ya “determinado, conforme a sus Estatutos, el procedimiento aplicable para la selección de sus candidatos a cargos de elección popular, según la elección de que se trate”, lo que deberán comunicar a la autoridad electoral (Arts. 225 y 226).
Las precampañas para la selección interna de candidatos iniciarán en la tercera semana de noviembre, las que no podrán exceder de 60 días (Art 226). De esta manera, a principios del mes de febrero, los partidos deberán tener definidos sus candidatos para la presidencia de la República y las cámaras de diputados y senadores, los que deberán registrar, ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE), entre el 15 y el 22 de febrero de 2018 (Art 237). Las campañas para estos cargos durarán 90 días (Art. 251), así que, siendo la fecha de la elección el primero de julio, deberán arrancar el 30 de marzo.
Todo esto viene a cuenta por el nerviosismo que prevalece entre dirigentes y aspirantes de algunos partidos, que los hace ignorar formas, tiempos y plazos que fija la ley electoral para el caso de la renovación del titular del Ejecutivo, incurriendo en evidentes violaciones a sus ordenamientos, sin el menor recato, a ciencia y paciencia de las autoridades que, a estas alturas, difícilmente podrían exigir a los participantes ajustarse a una ley rebasada, por estar totalmente alejada de nuestra realidad política.
Porque en esta etapa de nuestra democracia, al no existir ya un partido predominante, no hay favorito para la carrera presidencial, de tal manera que, en rigor, cualquiera de las tres fuerzas políticas que han destacado en los últimos procesos electorales, PRI, PAN o Morena, están en posibilidades de llegar a Los Pinos, lo que podría explicar la ansiedad de algunos aspirantes que se han brincado las trancas de la ley y de la disciplina partidista, en aras de alcanzar una candidatura, sin importar que se infrinja la ley ni que su impaciencia pueda provocar fracturas al interior de los partidos.
Y es que, dadas las limitaciones y restricciones que establece la ley para que los aspirantes a la candidatura presidencial puedan expresar su intención, no faltó el ingenio para encontrar una vía que permitiera la auto promoción bajo el disfraz del ejercicio de las funciones propias de la dirigencia de un partido. Una maniobra que la autoridad ha preferido tolerar en vez de sancionar, a pesar de que con ella se dé al traste con el propósito de piso parejo, que era la intención original del legislador, al aprobar esta reforma.
Y si no, que le pregunten a Margarita Zavala y a Rafael Moreno Valle, aspirantes declarados a la silla presidencial por el Partido Acción Nacional, que admiten impotencia ante la actitud de su dirigente, al que le reclaman, y con razón, que rebele de una vez por todas su proyecto político y deje de utilizar los recursos del partido en su auto promoción. Porque al amparo del cargo, recorre el país y aprovecha los miles de spots a que tiene derecho su instituto político para su exposición, en una campaña soterrada, que es inocultable.
En el partido Morena, sucede lo mismo. La candidatura de Andrés Manuel López Obrador se daba por descontada desde antes de la creación de su partido. Para eso lo fundó y por eso se auto proclamó, por tercera vez, candidato presidencial. En esta ocasión, prescindiendo de su particular consulta a mano alzada, porque el tabasqueño ya era el candidato antes del surgimiento del partido. Y como dirigente de esa organización, ha continuado su campaña electoral, iniciada hace más de tres lustros, ahora, aprovechando las prerrogativas de que goza su partido. Igual que su colega panista, sólo que a él no hay quien se lo reclame.
Estos dirigentes encontraron la fórmula para torcer el espíritu de la ley para beneficiarse con una sobreexposición, abusando de las prerrogativas de sus partidos, utilizando cientos de miles de spots de radio y televisión, amparados con el blindaje que les proporciona el cargo que ostentan. Uno, de manera abierta y otro, en la clandestinidad, ambos avanzan en la carrera presidencial con ventaja sobre otros que también suspiran por Los Pinos y que, infructuosamente, reclaman piso parejo.
El tema es controversial, y a pesar del ordenamiento del Tribunal Federal Electoral para que regule en esta materia, el INE ha sido excesivamente cauteloso, por aquello de las reformas con dedicatoria que los afectados podrían alegar, buscando victimizarse, a sólo meses del proceso de la sucesión presidencial.