Federico Berrueto
El nuevo momento de la Corte y la renovación del INE provocan lecturas encontradas. Optimismo para unos y desencanto para otros. El saldo es el escepticismo de los más y seguramente de los mejores. No son pocos los que viven bajo nube negra. La polarización ha cobrado elevada factura. Sin embargo, dos precisiones vienen al caso: la primera, la polarización tiene como origen el desencanto desde hace tiempo con el orden de cosas, que se explica por la venalidad del régimen previo y la exclusión de muchos del sistema económico y social.
La segunda, al descontento espontáneo se ha agregado el alentado, el que se promueve con un calculado objetivo político. Así, López Obrador utilizó el enojo social para ganar el poder y, posteriormente, para hacer de su proyecto político una expresión hegemónica, avasallante de la pluralidad y de desdén a la legalidad y afectación a las libertades económicas y políticas, en particular, la de expresión, la más relevante para el escrutinio crítico al poder.
Las condiciones de existencia de la polarización no han desaparecido, pero hay agotamiento. La magnitud de los problemas y su impacto en la vida cotidiana de las personas y las familias obligan a los resultados; la propaganda y el maniqueísmo dan para mantener una base social de adherentes, no para acrecentarla y tampoco garantizan que el resultado electoral se proyecte como ocurrió en la elección de 2018. La polarización a todos afecta, incluso a quien la promueve y la utiliza como recurso de gobierno.
Otro elemento del agotamiento de la polarización se asocia al ciclo sexenal y a la agenda urgente de gobierno, así como un eventual cambio en el mapa del poder en el que el pluralismo tendría una mayor presencia parlamentaria y en los gobiernos locales. El programa de Morena de siempre ha sido el de López Obrador, sirvió para prevalecer en la elección y también para cohesionar a la coalición gobernante en torno al presidente. La cuestión es que él se va y Morena no se institucionalizó; por lo mismo, sobre el partido se cierne la división y la fragmentación una vez que concluya su encargo.
Hay quien asume que en lo sucesivo el ahora presidente tendrá que ser una suerte de guía político para mantener la continuidad. No hay posibilidad alguna. Por una parte, el poder presidencial es indivisible, es institucional y no admite cesión de autoridad. Por ello un problema para el nuevo gobierno, especialmente si gana Morena la elección, será qué hacer con el expresidente.
López Obrador dejará un país distinto al que recibió. En el lado positivo, se interioriza la aspiración por la inclusión social como una tarea del sistema de gobierno y, por la otra, la austeridad y el combate a la venalidad llegaron para quedarse. Precisamente las malas cuentas en ambos temas son las que llevan a la necesidad de terminar con la polarización y a un giro en la forma de gobernar. Es evidente que las intenciones no justifican a un proyecto político.
En el lado negativo la cuenta no es menor. El saldo que importa es el de los resultados y nada hay que acredite las pretensiones históricas del proyecto, ni siquiera la idea de un mejor gobierno; incluso el respaldo popular del presidente está condicionado por el abuso del poder que cotidianamente se desliza en las incursiones propagandísticas matutinas. Debe destacarse que el presidente no está solo, ha contado con la connivencia de las élites, especialmente de la empresarial; los hombres más ricos y los empresarios de los medios de comunicación son parte relevante del ejercicio hegemónico del poder presidencial.
El agotamiento de la polarización pasa inevitablemente por la nueva agenda de gobierno. Así como en materia migratoria la evidencia muestra una situación inmanejable que demanda cambios urgentes, igual aplica a otros temas como la necesidad de una reforma hacendaria; de un nuevo enfoque para el combate al crimen organizado y la pacificación del país, así como una economía que por igual sea expresión de crecimiento que dé bienestar y ofrezca inclusión para todos los mexicanos.