Federico Berrueto
Preocupante en extremo lo que ocurre en la vida nacional, que desde la más elevada oficina se exacerbe la polarización política y el desencuentro entre los mexicanos. La mesura y la prudencia, fundamentales para la convivencia civilizada pierden presencia. Tal como sucede de acuerdo con el manual de guerra no hay más que propios y enemigos; para unos y otros la moderación es confusión y hasta traición. La lógica de la guerra es destructiva, hace de la verdad recurso a modo y todo se vale con tal de ganar.
Los dos polos en contienda no están en igual situación; por un lado, está el gobierno con todos los recursos de poder y su presidente en una persistente victimización, la mayoría parlamentaria para aprobar leyes a la medida de las necesidades del régimen e importantes aliados de la oligarquía, incluyendo relevantes empresas de medios de comunicación concesionados; del otro, una oposición formal desprestigiada y un despertar ciudadano creciente. El Estado como espacio de representación del todo se ha desvirtuado, al igual que el gobierno y la representación política en el Congreso, con la singular excepción del Senado y no siempre. Recuérdese la designación de Rosario Piedra en la CNDH o, recientemente, el voto mayoritario al Plan B. La lucha es desigual y eso precisamente vuelve más intransigente a quien resiste la embestida del enemigo.
La irrupción ciudadana es una oportunidad de renovación de la política, pero hay dos riesgos: que pierda impulso o que se desvirtúe al no saber cómo transitar en la futura disputa por el poder, especialmente porque ésta se procesa a través de los partidos y todos ellos viven su momento más bajo. El problema no es que no existan aspirantes opositores con presencia o atractivo, el asunto es más básico: la oposición partidista es incapaz de articularse razonablemente con la inconformidad social que se ha activado por el abuso del poder y la amenaza al sistema democrático. La oposición se abstiene cuando el gobierno impone incondicionales para seleccionar consejeros que deben cumplir obligadamente con el código de imparcialidad.
La prudencia está a prueba. Caer en la provocación hace el juego a quien requiere justificar una guerra y calificar como adversario a todo aquél que no se le someta. Los ciudadanos pierden al caer en la trampa. Por ejemplo, si el objetivo es defender a la democracia la actitud hacia la Corte debe ser de respeto, no la de condicionar apoyo si sus resolutivos son contrarios al gobierno y a su presidente. Se precisa entender las reglas del juego que a todos imponen límites y obligan a la imparcialidad, por más que el mismo presidente sea el primero en desentenderse de ellos. Hace bien la ministra presidenta Norma Piña al llamar a sus jueces a la prudencia, sin por ello ceder en su tarea esencial de salvaguardar a la Constitución.
No caer en la polarización es fundamental por tres razones. La primera porque el objetivo inmediato es evitar el deterioro de la democracia y esto implica que el ciudadano, más que los partidos actúen para que el voto cuente y se cuente; la segunda es porque la manera de transformar a la partidocracia existente es mediante la presión ciudadana, la polarización hace creer que todo es deseable o permisible con tal de derrotar al régimen; la tercera, el país requerirá independiente de que quien prevalezca en 2024 de términos de acuerdo, diálogo y entendimiento, para ello es necesario evitar el enfrentamiento y las heridas que compliquen el acuerdo.
Los problemas del país exceden al de las pulsiones autoritarias del régimen. La solución estructural de muchos de los males apunta a abatir la impunidad, asunto que aplica por igual al gobierno actual que a los anteriores. Como tal, la exigencia ciudadana de mejorar no debe hacer concesiones con los de casa. Eso es replicar los modos y formas del régimen. Por esta consideración la renovación de la dirigencia del PRI se vuelve crucial para el movimiento por la democracia y por la dignificación de la vida pública. De la misma forma que la selección del candidato presidencial y la de los principales cargos ejecutivos deben emprenderse no en las negociaciones cupulares entre las dirigencias partidistas, sino en un proceso democrático incluyente y confiable, esto es, empoderar al candidato o candidata presidencial con un mandato ciudadano democráticamente procesado.