Por Pablo Cabañas Díaz
En México, incluso un plato puede contar una historia. Las vajillas tradicionales no son simples utensilios para comer; son artefactos que condensan siglos de historia, creencias y creatividad. Según el antropólogo Alfredo López Austin (1936–2021), la cerámica mesoamericana —y sus descendientes contemporáneos— son portadoras de una cosmovisión que conecta lo cotidiano con lo sagrado. Para él, cada vasija, cada jarra, tenía un papel simbólico, y su forma, color o decoración podía reflejar ideas sobre fertilidad, abundancia o el vínculo con los ancestros.
Ese legado prehispánico se transformó con la llegada de los españoles, y el resultado fue un sincretismo fascinante. La talavera poblana, con su esmalte blanco y motivos azul cobalto, verde, amarillo y negro, es el ejemplo más famoso. Artesanos como la familia Serafín y Rodolfo Morales han mantenido vivas estas técnicas centenarias, logrando que cada pieza conserve el sabor de la historia mientras se adapta al gusto contemporáneo .
Pero la tradición mexicana no se limita a Puebla. En Metepec, Estado de México, los talleres producen loza pintada con flores y animales, y maestros como Felipe Ruelas y la familia Castillo han logrado que estas piezas sean reconocidas en mercados nacionales e internacionales. En Tonalá, Jalisco, el bruñido, el engobe y los esmaltes brillantes son marcas registradas de la alfarería local, con artesanos como Juan Ángeles que continúan una herencia que López Austin describiría como “la materialización del pensamiento y la memoria de los pueblos”.
Lo que hace fascinante a estas vajillas no es solo su belleza, sino su capacidad de ser testigos del tiempo. Cada plato o jarra es un puente entre generaciones, un vínculo entre lo ancestral y lo contemporáneo, un recordatorio de que el arte puede surgir del objeto más cotidiano. Como lo señala López Austin, estas piezas no son simples utensilios: son portadoras de identidad cultural y memoria colectiva, capaces de contar, sin palabras, quiénes somos y de dónde venimos . En la mesa mexicana, entonces, no solo se sirve comida; se sirve historia. Y cada vajilla, con su esmalte, sus formas y sus colores, es un recordatorio de que el pasado nunca desaparece: se transforma y se reinventa.