Por Pablo Cabañas Díaz
El desbordamiento del río Cazones no fue solo una tragedia natural, sino una radiografía moral del poder. Poza Rica, Coatzintla, Tihuatlán y Cazones de Herrera quedaron sumergidos bajo el agua y la retórica vacía de sus gobernantes. Las lluvias torrenciales de la tormenta tropical Jerry fueron el detonante; la corrupción, la desidia y el abandono estructural fueron las verdaderas causas. México volvió a repetir su vieja historia de lodo y negligencia: un país donde el desastre se administra con discursos y el dolor se maquilla con eufemismos.
Rocío Nahle, gobernadora de Veracruz, intentó reducir la catástrofe a un accidente “ligero”. Dijo que el río se había “desbordado ligeramente”. En esa palabra —tan blanda, tan imprudente— se concentró la distancia entre la autoridad y la gente. “Ligeramente” fue el insulto que coronó la tragedia: nada hay leve en la muerte de 29 personas ni en la desaparición de 18. Pero el poder mexicano, heredero del cinismo priista, sigue convencido de que el lenguaje puede contener la realidad, de que una frase ambigua vale más que una acción concreta.
El desastre reveló la anatomía de la simulación. La Comisión Nacional del Agua había advertido sobre el riesgo de desbordamiento, pero las autoridades locales decidieron ignorar las alertas. El alcalde de Poza Rica, Fernando “El Pulpo” Remes, confesó que el muro de contención del Cazones nunca se construyó, a pesar de haberse destinado más de 14 millones de pesos. “Que me metan a la cárcel, pero estoy seguro de que no lo terminaron”, declaró. Su frase, mezcla de cinismo y rendición, describe el país entero: una burocracia que roba sin miedo porque la impunidad es parte del presupuesto.
Pero lo que más indignó a la población no fue solo la incompetencia, sino el desprecio. Mientras cientos de familias buscaban refugio, la narrativa oficial se concentraba en el control mediático. El desastre debía parecer “contenible”, no real. El gobierno estatal priorizó los mensajes antes que los rescates, como si la reputación pesara más que la vida. Veracruz no es solo una zona de desastre: es un espejo donde el régimen de la llamada transformación se mira con la máscara del viejo PRI.
Y en medio del caos, apareció la anécdota grotesca del secretario de Salud, David Kershenobich, quien en su informe confundió “Huauchinango” con “Huachinango” y “Poza Rica” con “Costa Rica”. No fue un error trivial: fue un síntoma. El tecnócrata ilustrado que presume sabiduría médica demostró una ignorancia geográfica que roza el desprecio. Cuando el gabinete desconoce el nombre de los pueblos donde mueren sus ciudadanos, no hay transformación posible: solo una continuidad de arrogancia con otro uniforme.
Claudia Sheinbaum, desde la capital, intentó corregir el tropiezo con una frase: “No digas municipios afectados”. La escena recordó a los viejos tiempos del presidencialismo, cuando los errores se corregían no con hechos, sino con regaños públicos. El país cambia de siglas, pero no de hábitos. El poder sigue creyéndose infalible y el ciudadano sigue siendo una variable desechable en el cálculo político.
La tragedia del Cazones muestra la persistencia del modelo de simulación. Las obras se inauguran sin existir, los muros se pagan sin construirse, y la palabra “transformación” se repite hasta volverse ruido. Lo que se desbordó en Veracruz no fue solo un río, sino la narrativa de un gobierno que prometió ser distinto y terminó pareciéndose demasiado a sus antecesores. En el fango de Poza Rica quedó sepultada la ilusión de la eficiencia moral.
Los damnificados no piden milagros, piden presencia, y eso parece imposible para una clase política que solo pisa el lodo cuando hay cámaras. En los refugios, las mujeres dicen: “Nos dejaron solos”. En Veracruz, el agua arrastró más que casas y autos: se llevó la legitimidad de un poder que se ahoga en su propia soberbia. La corriente del Cazones es también una metáfora del país: fluye con fuerza, pero sin dirección. En cada temporal se repite el mismo ritual —alertas ignoradas, obras inexistentes, discursos condescendientes— como si el Estado estuviera condenado a tropezar eternamente con su propia ineptitud.