OTRAS INQUISICIONES: México ante su encrucijada fiscal

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Por Pablo Cabañas Díaz

Con la Ley de Ingresos de la Federación para 2026, México alcanzará por primera vez en su historia un hecho simbólico y político: el sector público federal superará los 10 billones de pesos en ingresos nominales. No obstante, detrás de esta cifra monumental se esconde la misma fragilidad estructural que ha acompañado al Estado mexicano desde hace décadas: una recaudación insuficiente, una dependencia persistente del endeudamiento y un modelo tributario que no ha querido, ni podido, reformarse en lo esencial.

Del total proyectado para 2026, el 57.2% provendrá de la recaudación de impuestos, el 16% de la venta de bienes y servicios —fundamentalmente de Pemex y CFE—, el 6.3% de cuotas a la seguridad social, el 1.5% de derechos, el 2% de aprovechamientos (multas y reintegros), el 2.3% de transferencias del Fondo Mexicano del Petróleo, y el restante 14.4% de ingresos financieros, es decir, déficit público. En términos simples: más de la mitad de los ingresos dependen del sistema tributario, y casi una sexta parte del endeudamiento.

La Ley de Ingresos 2026 estima que los ingresos tributarios se estabilizarán en 14.9% del PIB entre 2027 y 2031, lo que supondría una relativa constancia en la capacidad recaudatoria. Pero esa estabilidad está condicionada por supuestos optimistas: que el PIB crezca conforme a lo previsto y que el gobierno federal deje de aportar recursos a Pemex a partir de 2027. Ambas premisas son más voluntaristas que realistas. Si la economía no crece o si las empresas del Estado continúan requiriendo apoyo, el margen fiscal se estrechará peligrosamente, y el gobierno se verá forzado a mayor endeudamiento, con el riesgo de que las calificadoras internacionales degraden la deuda soberana.

Aquí surge la disyuntiva de fondo: o bien el Estado mexicano logra incrementar sustancialmente sus ingresos tributarios, o perpetuará el ciclo de deuda, ajuste y contención que ha limitado su capacidad transformadora desde mediados del siglo XX.

El problema es estructural. México recauda apenas 13.1% del PIB en impuestos, una de las cifras más bajas de América Latina y de la OCDE. El contraste es brutal: el 10% más rico concentra más del 60% de la riqueza nacional, mientras el Estado opera con ingresos fiscales propios de una economía de baja tributación. La base gravable es estrecha, los privilegios fiscales persisten, y la informalidad continúa siendo un agujero negro que ningún gobierno ha logrado cerrar.

Aunque el SAT ha mejorado su fiscalización, digitalizado procesos y cobrado grandes adeudos, la recaudación sigue descansando sobre pocos contribuyentes y sobre el consumo, más que sobre la riqueza o las ganancias de capital. El resultado es una paradoja: el Estado promete redistribución sin ingresos suficientes para sostenerla.

En el Congreso, los debates sobre el Paquete Económico 2026 reactivaron viejos diagnósticos. Se habla de ajustes técnicos —alinear el sistema al impuesto mínimo global, limitar deducciones agresivas, controlar planeaciones fiscales internacionales—, pero nadie se atreve a tocar el núcleo del problema: la falta de impuestos progresivos sobre patrimonio, herencias y ganancias financieras. En México, una reforma fiscal profunda sigue siendo un tabú político.

La razón no es técnica. Es política. Gravar grandes fortunas o eliminar privilegios fiscales implicaría enfrentar al poder económico. Por eso, como escribió Octavio Paz, “en México el poder no se transforma, se reemplaza”. Los partidos —PRI, PAN, Morena— han gobernado bajo el mismo pacto implícito: no tocar los intereses del capital.

La historia lo confirma. En 1961, el economista Nicholas Kaldor propuso un sistema fiscal progresivo para México; Antonio Ortiz Mena lo desechó como “inaplicable”. Carlos  Salinas liberalizó la economía, pero no el régimen fiscal. Zedillo creó el SAT sin tocar la estructura de elusión de los consorcios. Fox cedió ante la resistencia al IVA en alimentos y medicinas. Calderón improvisó gravámenes temporales que se extinguieron. Peña Nieto tecnificó sin reformar. Y la Cuarta Transformación, pese a su fuerza parlamentaria, optó por la prudencia: ni nuevos impuestos ni incrementos generales, solo mayor eficiencia recaudatoria.

Esa cautela, sin embargo, hoy resulta costosa. México enfrenta una oportunidad histórica. Ningún país puede financiar el desarrollo con una recaudación tan baja y un déficit en aumento. Sin reforma fiscal, el proyecto nacional se sostiene sobre arena movediza. Una reforma fiscal auténtica no es una cuestión contable. Es una redefinición del contrato social. Supone responder tres preguntas que México ha evadido por décadas: ¿quién paga, cuánto y para qué?.

pcdmx2025@proton.me

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