Por Pablo Cabañas Díaz
En las calles de Guadalajara, México, en febrero de 1985, un agente de la DEA estadounidense, Enrique “Kiki” Camarena, desapareció en un torbellino de violencia que expondría las entrañas corruptas del poder. Camarena, un hombre dedicado a desmantelar los carteles de la droga, fue secuestrado, torturado y asesinado por orden de narcotraficantes como Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo. Pero detrás de esta atrocidad no solo estaban los capos del crimen organizado; dedos acusadores apuntaron hacia las altas esferas del gobierno mexicano, incluyendo a Manuel Ibarra Herrera, el exdirector de la Policía Judicial Federal (PJF).
Nacido en 1942, Ibarra Herrera ascendió rápidamente en las filas de la policía mexicana durante los turbulentos años 70 y 80. Con una estatura de 1.73 metros, cabello negro y ojos castaños, su apariencia común ocultaba una red de influencias que lo colocaban en el epicentro del combate contra el narcotráfico –o, según las acusaciones, en complicidad con él. Como jefe de la PJFM, equivalente mexicano al FBI, Ibarra Herrera dirigía operaciones contra los carteles, pero las investigaciones estadounidenses revelaron un lado oscuro: presuntos lazos con el Cártel de Guadalajara, que dominaba el tráfico de marihuana y cocaína hacia Estados Unidos.
El caso Camarena estalló como una bomba diplomática. Tras el hallazgo del cuerpo mutilado del agente en marzo de 1985, la DEA y el Departamento de Justicia de EE.UU. lanzaron una cacería implacable. Testimonios de informantes y grabaciones secretas implicaron a Ibarra Herrera en la conspiración. Se alega que facilitó el secuestro al proporcionar protección policial a los narcotraficantes y que participó en encubrimientos posteriores. En 1990, un gran jurado federal en Los Ángeles lo acusó formalmente de secuestro y asesinato de un agente federal, crimen organizado, delitos violentos en apoyo al crimen organizado, conspiración para cometer crímenes violentos, conspiración para secuestrar a un agente federal, complicidad y accesorio después del hecho.
La indignación fue inmediata. México rechazó las acusaciones como injerencia extranjera, pero las tensiones bilaterales escalaron. Ibarra Herrera, apodado “Chato”, huyó y se convirtió en un fugitivo buscado por la DEA. Su último paradero conocido: Ciudad de México y Guadalajara. Armado y peligroso, según las alertas, evadió la justicia por décadas, simbolizando la impunidad en la guerra contra las drogas.
Hoy, en 2025, con 83 años, Ibarra Herrera permanece en la lista de los más buscados. Su historia es un recordatorio sombrío de cómo el poder puede corromperse, entrelazando ley y crimen en una danza mortal. Mientras México y EE.UU. continúan luchando contra los carteles modernos, el fantasma de Camarena y sus verdugos persiste, urgiendo una justicia que trascienda fronteras. ¿Será capturado algún día, o su legado se desvanecerá en las sombras del tiempo?
