Por Pablo Cabañas Dúaz
En los minutos posteriores al terremoto del 19 de septiembre de 1985, cuando la tierra todavía parecía respirar con sobresalto bajo los pies de la Ciudad de México, Ramón Mota Sánchez avanzó entre ruinas humeantes con la compostura de quien ha aprendido a no sorprenderse ante el colapso. La realidad, sin embargo, era otra: una ciudad fracturada no sólo por la fuerza telúrica, sino por décadas de obediencia burocrática y silencios institucionales. Aquel general —forjado en los rituales castrenses de la posrevolución y ascendido en el orden perfecto del PRI— caminaba entre los restos de edificios emblemáticos como si la devastación fuese una operación militar más, un frente que debía controlarse antes de que el país advirtiera que el Estado ya no podía sostener su propio relato.
Los voluntarios, jóvenes con paliacates y manos ensangrentadas, se abalanzaban sobre los escombros con una urgencia que el gobierno interpretó como indisciplina. Para Mota Sánchez, eran una molestia en la gramática del mando único. Para la ciudad, en cambio, fueron el principio de una revelación: que la solidaridad —inorgánica, espontánea, profundamente humana— podía operar sin la bendición del Estado. Ese choque silencioso, casi coreográfico, quedaría fijado en la memoria como el punto en que la sociedad civil comenzó a escribir su propia historia, distinta a la que el PRI había administrado durante décadas.
Años antes de esa mañana, el joven Mota Sánchez había aprendido que el poder en México se ascendía paso a paso, como un desfile que nunca debía perder el compás. Nacido en 1922, educado en el Heroico Colegio Militar y formado en la lógica de la disciplina vertical, construyó su carrera con la exactitud de un manual. Fue instructor, oficial de Estado Mayor, general brigadier y, finalmente, comandante del Cuerpo de Guardias Presidenciales. Su lealtad al régimen era tan sólida que terminó encabezando la Unidad Revolucionaria, ese puente entre la milicia y el partido que pretendía armonizar dos verticalidades en nombre de la estabilidad.
Cuando Miguel de la Madrid lo nombró jefe de la policía capitalina en 1982, Mota heredó un aparato corroído por la sombra de Arturo Durazo. Intentó reformarlo —creó unidades élite, profesionalizó mandos, habló de autodefensa ciudadana con un pragmatismo que rozaba el desencanto—, pero en el fondo parecía entender que la ciudad se movía más rápido que sus instituciones. El sismo sólo confirmó lo inevitable: el modelo de control que él representaba se había vuelto un anacronismo.
Ya como legislador, durante los noventa y principios de los dos mil, defendió al Ejército frente a los cuestionamientos del pasado. Ante los señalamientos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos sobre desapariciones en la guerra sucia, negó la existencia de una represión sistemática. Era una respuesta conocida: el Estado no se equivoca, aunque sus décadas estén sembradas de fosas invisibles.
Mota Sánchez murió en 2013, homenajeado por el PRI como un ejemplo de lealtad institucional. Su figura, vista desde la distancia, parece hecha de las tensiones que marcaron al país: orden y ruptura, disciplina y negación, deber y silencio. Como los edificios derrumbados aquella mañana de septiembre, su historia recuerda que las grietas más profundas no siempre se abren en la tierra, sino en los relatos que un país se cuenta a sí mismo para seguir en pie.
