OTRAS INQUISICIONES: La Última Noche del Comandante Ventura

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Por Pablo Cabañas Díaz

El comandante Florentino Ventura imponía respeto desde el primer saludo. Era un investigador de los que ya casi no existen: contundente, metódico, un lector obsesivo de expedientes y un tirador tan certero que en la Dirección Federal de Seguridad algunos juraban que podía disparar sin mirar. Fuerte, reservado y frío, Ventura era un policía formado en la vieja escuela pero con la precisión quirúrgica de un investigador moderno; más riguroso, quizá menos mitificado, que el legendario Valente Quintana. Su muerte —brusca, contradictoria— conserva todavía la textura inquietante de los crímenes que se resisten a cerrarse, como si algo esencial permaneciera oculto bajo la versión oficial.

La noche del 17 de septiembre de 1988 caía espesa sobre la ciudad de México. Aún vibraban los ecos de las fiestas patrias cuando los tiros rompieron la calma del sur, en el cruce solitario de Insurgentes y Periférico. Minutos después, patrullas del Sector Coyoacán rodeaban un Grand Marquis estacionado junto al viejo INPI. En el piso había tres cuerpos. Las luces revelaron un rostro que heló a los agentes: Florentino Ventura, jefe de la Interpol mexicana. Las mujeres muertas eran su esposa, Sira Villanueva, y la prima de ésta. Un sobreviviente temblaba apoyado en una patrulla: Elías Orozco Salazar, ex militante de la Liga 23 de Septiembre.

Según Orozco, aquella había sido una salida de celebración. Venían de comer en el restaurante Arroyo y de beber en el Sanborns de Perisur. Él y su esposa ignoraban, dijo, que el anfitrión era el policía cuya fama de ferocidad circulaba entre los antiguos guerrilleros. Ventura y Sira discutían a menudo; aquella noche, alcohol mediante, la pelea estalló afuera del auto. La prima intentó interponerse. Orozco afirmó que todo ocurrió en un parpadeo: el comandante disparó contra Sira y luego contra la prima. Tirador letal, ambas murieron casi al instante. Él quedó paralizado, seguro de ser el siguiente. Pero Ventura —según su versión— se detuvo a unos pasos, se metió el cañón en la boca y se disparó.

La explicación fue aceptada con rapidez. Demasiada. Para los agentes que conocían a Ventura —hombre duro, sí, pero frío, calculador, jamás acusado de corrupción y con una memoria llena de expedientes no escritos— la historia resultaba insuficiente. Había participado en operativos delicados contra secuestros, fraudes corporativos y células guerrilleras. Tenía enemigos. Tenía información.

El mayor misterio siempre fue Orozco. Liberado tras una década en prisión, reaparecía de pronto acompañando al policía que lo había perseguido. ¿Casualidad? ¿Coincidencia? Nada pudo probarse.

Apenas queda la imagen final: el Grand Marquis inmóvil, las torretas iluminando el pavimento y un hombre que sobrevivió para contar una historia que quizá nunca fue completa. La ciudad, desde entonces, jamás terminó de creer el suicidio del comandante Florentino Ventura.

 

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