Pablo Cabañas Díaz.
En el extraordinario libro titulado: “Historia de la Salud Pública” escrito por George Rosen, y publicado en el año 1958, al igual que en la 13° edición de la Enciclopedia Británica, publicada en 1926, no hacen la más mínima a la llamada influenza española mención a esta tragedia. No es de extrañar que uno de los mejores libros sobre el tema, escrito por Alfred Crosby, se titule justamente La Pandemia Olvidada. La mayoría de los registros coinciden en que la influenza española de 1918fue de alrededor de 60 millones de personas muertas, en dos años, seis veces el número de individuos que fallecieron en combate en la Primera Guerra Mundial (nueve millones) y cuatro veces los que murieron en la segunda de las grandes guerras del siglo pasado (16 millones). Esta enfermedad alcanzó dimensiones pandémicas como resultado de las migraciones masivas asociadas a la guerra. Si hoy se infectara con aquel virus de la influenza un porcentaje parecido de la población de Estados Unidos al que se infectó en 1918 (28%) y la tasa de letalidad alcanzara la cifra de aquel año (2.5%), se producirían alrededor de 1.5 millones de decesos en ese país, cifra superior al número de muertes en un año por enfermedades del corazón, cáncer, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, SIDA y Alzheimer sumadas.
¿Quién iba decir que la clave de esta misteriosa epidemia habría de encontrarse en una pequeña aldea de Alaska y que el letal microorganismo que la produjo guardaría un asombroso parecido con el virus de la influenza con la pandemia que vivimos hoy.
Los daños generados por la pandemia de 1918 hicieron que se le olvidara. Se le terminó denominando influenza española, pero la verdad es que a la fecha se desconoce el sitio en donde se originó. En la primavera de 1918 aparecieron brotes en diversos países de Europa y Asia, y en Estados Unidos. La primera ola de influenza fue muy contagiosa. La segunda ola apareció pocos meses después y hacia octubre se había diseminado a prácticamente todo el mundo, incluso a las remotas aldeas esquimales. Sólo algunas islas de Australia se libraron de este mal.
La segunda ola además de contagiosa fue extraordinariamente letal. Alrededor de 20% de los afectados sufrieron de una gripe moderada, pero el resto presentó uno de dos cuadros. Algunos cayeron gravemente enfermos en cosa de horas, literalmente ahogados, con los pulmones llenos de líquido. Los otros cursaron con un cuadro típico de gripe, pero a los cuatro o cinco días desarrollaron neumonías que los mataron o los dejaron crónicamente convalecientes. Era poco lo que se les podía ofrecer, más allá de intervenciones paliativas.
La pandemia de influenza de 1918 empieza a recuperar el sitio que le corresponde en la historia de la salud pública.