Por Pablo Cabañas Díaz
En el archivo polvoriento de la memoria pública mexicana, 2008 parece ya un país distinto. Era el año en que el capitán Luis de la Barreda Moreno murió en una habitación silenciosa del Hospital Militar, lejos del estruendo político que lo había acompañado durante décadas. Hoy, en 2025, su fallecimiento se mira como una fotografía amarillenta: nítida en su contorno, borrosa en sus certezas. Un hombre de 84 años, vencido por una embolia tras semanas de agonía, cerraba así una vida que había transcurrido en los corredores más opacos de la seguridad del Estado.
En aquel tiempo, los periódicos narraban que De la Barreda arrastraba siete órdenes de aprehensión que nunca se convirtieron en sentencia. La Femospp —un experimento fallido de justicia transicional durante el gobierno de Vicente Fox— había intentado imputarle responsabilidades por la matanza del 2 de octubre, por desapariciones de la guerra sucia, por la muerte de un militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Era el esfuerzo de una nación por recuperar su memoria, aunque fuera con herramientas torpes y testimonios inconclusos.
Visto desde hoy, el proceso parece el retrato de un país que todavía no sabía cómo mirar de frente a su pasado. El fiscal Ignacio Carrillo Prieto aparecía entonces como un protagonista de portada: el hombre que intentaba desmontar décadas de silencios oficiales. Con el tiempo, su figura se desdibujaría igual que la de aquellos a quienes acusaba. Las filtraciones mediáticas, los testimonios contradictorios, las deducciones imprecisas: todo eso terminó por convertir las causas penales en un castillo de arena. Sin pruebas contundentes, los expedientes se cerraban uno tras otro como puertas que no llevan a ningún sitio.
De la Barreda, por su parte, había sido un funcionario moldeado en la lógica de la Guerra Fría. Su vida pública estuvo unida a la de Fernando Gutiérrez Barrios, el hombre fuerte de la seguridad nacional desde los años cincuenta. La DFS, donde De la Barreda trabajó y que dirigió durante seis años, fue un engranaje decisivo del Estado autoritario mexicano, un aparato construido para vigilar y contener, más que para comprender. Cuando Salinas creó el CISEN, Gutiérrez Barrios quiso colocarlo al frente, pero la jugada se frustró. Desde entonces, su figura se fue desplazando hacia la sombra.
El país que observó su muerte, en 2008, quería justicia. El país que mira desde 2025, en cambio, entiende mejor las grietas y los extravíos de esos intentos. Su fallecimiento ya no es noticia: es un pie de página en la larga historia de cómo México ha tratado —sin éxito pleno— de reconciliarse con sus fantasmas. A veces la vida se apaga; las preguntas, nunca.
