OTRAS INQUISICIONES: La Grandeza mexicana

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Pablo Cabañas Díaz

En la imagen de México a través de los siglos tiene un lugar especial la Grandeza mexicana (1604), de Bernardo de Balbuena, “primer grande obra de nuestra lírica”, según Alfonso Reyes. La Grandeza da cuenta, principalmente, del esplendor de la ciudad de México, con lujo de recursos redactada en latín describe los trabajos y los días en el campo y  proyecta las luminosas imágenes del valle de México.

 

Balbuena, sacerdote apasionado de la espléndida vida de la ciudad de México donde había podido vivir sin estrecheces económicas, había sido después encargado de sus deberes parroquiales en Nueva Galicia que hoy son los estados de Nayarit y Jalisco. Sus biógrafos acometen la empresa de relatar la vida Bernardo de Balbuena no siempre por la fuerza de fuentes y evidencias, sino las más de las veces, por conjeturas probables que muchas veces se desprenden de lo que sugieren sus propios textos poéticos o de lo que podría esperarse. De Balbuena, contamos con una amena biografía de José Rojas Garcidueñas quien documenta el retrato del autor a partir de una minuciosa investigación que incluye además de una amplia bibliografía

 

La vida de Balbuena pertenece al contexto histórico que comenzaba a armarse en el incipiente mundo colonial. En efecto, Balbuena nació en 1562 en el pueblo manchego de Valdepeñas; a los dos años de edad se lo llevó su papá a la Nueva Galicia donde, como buen indiano que era, “tenía situación relevante y próspera” .  En Balbuena “se confundían el amor de sus dos patrias y el orgullo de las dos distintas grandezas” y así logró dominar el “arte de componer en un sol o cuadro dos mundos diferentes”. Pasó el joven Balbuena aproximadamente cinco años estudiando artes y teología en la ciudad de México, época que dejaría imborrable huella en el alma del escritor donde se alojó tanto el gusto por la urbe capitalina como el recuerdo del único, el más que único, amor de su vida, doña Isabel Tovar y Guzmán, que es precisamente a quien está dirigida la Grandeza.

 

Aficionado a las letras desde la infancia, Balbuena fue premiado en la capital del virreinato en brillantes justas literarias, lo mismo en honor del Santísimo Sacramento que del arribo de nuevos virreyes. Así se trasladaba el brillo del Siglo de Oro de las letras metropolitanas a la colonia. Concluidos sus estudios en la capital y ordenado sacerdote, volvió a ver a doña Isabel en San Miguel de Culiacán, apenas comenzado el siglo XVII, ya viuda y seguramente feliz de por fin poder disfrutar el ejercicio de su libertad al decidir recluirse en el riguroso claustro de un convento de la ciudad de México al que se dirigiría próximamente.

 

Doña Isabel le pidió a su imposible amor que le contara cómo era la ciudad de México, acaso sólo para saber de lo que se iba a perder gracias a su vitalicio encierro, o quizás para muy platónicamente, como correspondía a la relación que los unía, poder mirar la ciudad tan sólo así, por mero reflejo, a través de los ojos ideales de él. Efectivamente, más tardó ella en formular su peticion que Balbuena —cual sediento invitado a beber, según él mismo confiesa en la introducción a su poema-carta— en redactar una desaforada carta, formada por tercetos endecasílabos, en la que trazó “una especie de topografía poética”: que acaso sea el más espléndido retrato directo de la magnífica ciudad colonial. La carta se publicó en 1604, en México, bajo el título de Grandeza mexicana.

 

 

En 1606, cuarenta y dos años después de haber salido, volvió Balbuena a España con la intención de gestionar y obtener un buen puesto que no había logrado conseguir en México. Ese mismo año fue designado Abad de la entonces remotísima Jamaica. Once años después fue ascendido y nombrado Obispo de Puerto Rico donde comenzó a desempeñar su cargo en 1623. Un año después se publicó en España El Bernardo, que fue su obra predilecta. Sin haber regresado nunca más ni a la nueva ni a la vieja España, el padre Balbuena, “el verdadero patriarca de la poesía americana”, según Marcelino Menéndez Pelayo, murió en 1627 en San Juan de Puerto Rico.

 

En Balbuena la grandeza de la ciudad de México es incomparable a lo cual también contribuía su vida comercial como cruce de caminos entre Asia, América y Europa. La imagen de la capital de la Nueva España como centro mercantil del mundo parece darle pie al espíritu del poeta que así reza: “México al mundo por igual divide, / y como un sol la tierra se le inclina  y en toda ella parece que preside.”

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