Por Pablo Cabañas Díaz
“Del sufrimiento, el aprendizaje” —escribió Esquilo en La Orestíada—, pero en México, la experiencia del dolor colectivo parece incapaz de generar reflexión institucional. La explosión de una pipa de gas LP en el Puente de la Concordia, Iztapalapa, el 10 de septiembre de 2025, no es un hecho aislado: es el reflejo de un patrón estructural. San Juanico en 1984, la Guardería ABC en 2009, Pasta de Conchos en 2006, Tlahuelilpan en 2019 y el colegio Rébsamen en 2017 constituyen evidencia de un Estado que normaliza la vulnerabilidad y tolera la negligencia sistemática.
Estos desastres no ocurren por azar; son manifestaciones visibles de fallas institucionales profundas, donde la corrupción, la captura regulatoria y la ausencia de control efectivo permiten que riesgos letales persistan. Armando “N”, conductor de la pipa, aparece como responsable individual, pero es apenas la punta de un engranaje más amplio: trabajadores, ciudadanos y comunidades se enfrentan diariamente a riesgos estructurales que las autoridades no controlan ni prevén.
La Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA), creada en 2014 para supervisar la seguridad industrial y ambiental en la cadena de hidrocarburos, debería actuar como mecanismo de control y prevención. Su mandato abarca la inspección de instalaciones, la verificación de planes de emergencia, la exigencia de pólizas de seguro y la imposición de sanciones. Sin embargo, en la práctica, la agencia ha mostrado insuficiencia presupuestaria, debilidad institucional y enfoque burocrático, priorizando formalismos sobre la protección efectiva de vidas.
Como advierte el filósofo Paul Virilio, toda tecnología produce su catástrofe; el riesgo no es accidental, sino inherente al propio sistema. En México, esta relación entre desarrollo y desastre se agrava por la impunidad y la negligencia institucional. Explosiones, incendios y colapsos no son solo accidentes técnicos: son síntomas de una sociedad donde el riesgo está internalizado y normalizado, y donde la ética de la prevención ha sido sustituida por la rutina burocrática.
La tragedia no es solo física: es política, cultural y moral. Las víctimas mueren no solo por la explosión, sino por la incapacidad del Estado de anticipar, regular y responsabilizar. La memoria de San Juanico, la Guardería ABC, Pasta de Conchos y Tlahuelilpan funciona menos como advertencia que como evidencia de la repetición histórica de negligencias. La catástrofe ocurre primero en el fuego y la muerte, y luego en el olvido sistemático, consolidando un ciclo de vulnerabilidad estructural que define la relación del Estado mexicano con la seguridad y la vida de sus ciudadanos.
