Pablo Cabañas Díaz

La precampaña, que terminó el pasado domingo, no le deja saldos positivos a los priistas. En la precampaña se observó que la institución presidencial fue impactada por los bajos niveles de aprobación del jefe del Ejecutivo federal y por los escándalos de corrupción y abuso de poder que han tenido lugar en este sexenio. Los gastos superfluos como la compra del avión presidencial Boeing 787-8 y el caso de la “Casa Blanca” siguen presentes en el imaginario social.
Desde que Peña Nieto inició su declive en 2015 lejos de corregir el rumbo de su gobierno se incrementó el daño. En julio de ese año una encuesta del diario Reforma mostró un desplome del 34% en la aceptación ciudadana, mientras que entre “líderes de opinión” el presidente descendió al 15%. Además, desde ese año la calificación que le dieron al jefe del ejecutivo federal en una escala del 0 al 10 tocó su nivel más bajo: la mayoría de los ciudadanos le dio una calificación de 4.7, mientras que entre personas consideradas por el diario como líderes bajó a 3.3.
Esta desaprobación por tres años seguidos tiene costos que hoy paga el PRI. Hay un clima de malestar social por el bajo poder adquisitivo de los salarios, el bajo crecimiento económico, los escándalos de corrupción y los altos niveles de violencia. Es difícil aseverar que el cúmulo de eventos negativos van a desaparecer en los próximos meses y por ende el candidato Meade tendrá una mejor aceptación.
Esa solución mágica no la pueden dar los expertos en imagen y mucho menos los estrategas electorales. Por el contrario se espera que la corrupción, el deterioro del poder adquisitivo de la población, y la inseguridad en los próximos meses siga su curso habitual. Hay que subrayar que el desencanto con el PRI y la baja aprobación presidencial no son más que un reflejo del pobre manejo de la situación política y económica de la administración en curso. Incluso se observa la existencia de un clima de creciente confrontación contra Ricardo Anaya y López Obrador en medios de comunicación y redes sociales. Ante esta realidad solo queda preguntarse: ¿cuál es el camino institucional, para prevenir o reducir experiencias como las que se vivió en 1988 y 2006 el próximo 1 de julio?