Por Pablo Cabañas Díaz
Antes de que en el enonces Distrito Federal se desbordara en semáforos infinitos y torres de cristal, hubo un tiempo en que el peligro tenía un olor reconocible y los héroes no llevaban uniforme. En aquellos días —cuando el humo de los cafés se mezclaba con el de los camiones— aparecían hombres silenciosos que podían confundirse con cualquier ciudadano. Traje oscuro, corbata ajustada, gabardina que se movía con el viento. Nada más. Pero detrás de ese disfraz cotidiano operaba una de las corporaciones policíacas más temidas y respetadas del país: el Servicio Secreto del Distrito Federal.
Nacido en 1938 por órdenes del presidente Lázaro Cárdenas, el Servicio Secreto creció como una policía invisible, hecha de intuiciones, confidentes, expedientes guardados bajo llave y patrullas sin leyendas que se deslizaban por las noches. Sus agentes, todos civiles con rangos de comandante o capitán, conocían la ciudad como un libro abierto: sus vecindades húmedas, sus mercados nocturnos y las esquinas donde el crimen encontraba cobijo.
El coronel Manuel Mendoza Domínguez, su director más célebre, prefería acompañar a sus grupos en persona. Los reporteros de la época contaban que caminaba las colonias buscando pistas que otros no veían. Un perro callejero, una corbata mal anudada, un silencio demasiado largo: cualquier detalle podía ser la clave. Así atrapó a más de un asesino y desarticuló bandas de asaltantes que creían haberse escondido entre la multitud.
En sus oficinas, un fichero de fotografías registraba a rateros, carteristas y ladrones de casas habitación, clasificados por especialidad. Entre esas fichas, a mediados de los cincuenta, aparecía el nombre de un joven que después dominaría la vida policíaca de México: Arturo Durazo Moreno. Cuando ascendió al poder, aquel expediente desapareció como si nunca hubiera existido.
El Servicio Secreto también tuvo mártires. En 1972, el detective Gilberto Alba Molina cayó a tiros al intentar detener a un homicida en la colonia Paulino Navarro. Años antes, Félix Vargas Jiménez había sido asesinado en un cruce del centro capitalino. Sus nombres quedaron registrados en notas breves de periódico, testimonios de una ciudad que aún creía en la justicia callejera.
No eran héroes impolutos. Pero mientras existieron, caminar por la capital —a cualquier hora— era posible. Ellos se encargaban del resto.
