Por Pablo Cabañas Díaz
Rafael Aguilar Guajardo no era un narco cualquiera. Había sido comandante regional de la Dirección Federal de Seguridad, la policía política del PRI que en los años ochenta decidía quién traficaba, quién cruzaba y quién desaparecía. Desde su oficina en Chihuahua extorsionaba, protegía y mataba con placa oficial. Cuando en 1987 ejecutaron a Pablo Acosta en Santa Elena, Aguilar simplemente dejó el uniforme en un gancho, tomó la plaza de Juárez y convirtió la frontera en su hacienda privada.
Le decían “el Comandante” porque aún imponía respeto como si siguiera portando charolas. Lavaba millones en el club Premier de la Ciudad de México y en un cabaret del entonces Distrito Federal llamado Lido de París. Volaba en jet privado y restauraba iglesias para que los pueblos lo adoptaran como padrino. Pero en su organización ya lo veían viejo, arrogante y tacaño. Lo que más irritaba era su negativa a entregar el mando a su segundo: Amado Carrillo Fuentes.
Semanas atrás, en un restaurante de la Zona Rosa, Aguilar lo había humillado frente a todos: lo expulsó de la mesa gritándole que “Juárez era de juarenses y que un indio jamás mandaría aquí”. Carrillo sonrió aquel día. Nadie volvió a verle esa sonrisa hasta el 12 de abril.
El Grand Marquis blanco frena en seco. Tres sicarios descienden. El de la AK recortada dispara primero. Siete balazos levantan a Aguilar del suelo y lo estampan contra las tablas del muelle; la camisa blanca se tiñe de rojo en un instante. A su lado cae Georgina Knafell, turista de 32 años que solo buscaba una foto del Caribe: una bala le atraviesa la garganta. La esposa de Aguilar recibe dos impactos en el brazo al intentar cubrir al hijo de 11 años. El niño siente el roce caliente de una tercera bala en la pierna.
Quince segundos. Nada más. Los sicarios regresan al auto y desaparecen.
Esa misma noche, los tres detenidos confiesan: doscientos mil dólares y la orden directa del nuevo patrón. En Juárez, los radios dejan de mencionar al “Comandante”. Solo se repite un nombre: Amado.
Así terminó el hombre que primero fue Estado y luego cártel, convencido de que su pasado en la DFS lo hacía intocable. Murió como cualquier traidor: frente a su familia, en shorts de turista, con siete plomos cruzándole el pecho. El muelle quedó limpio al día siguiente, pero la plaza había cambiado de dueño. Y el mensaje, grabado en la madera, nunca se borró.
