OTRAS INQUISICIONES: El Primer Informe Presidencial televisado

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POR PABLO CABAÑAS DÍAZ

La historia mexicana, en su tránsito de la palabra escrita al dominio de la imagen, encontró en 1950 un momento –que cambió la forma– de ver la política: el cuarto informe presidencial de Miguel Alemán Valdés, transmitido por televisión. No fue un simple acontecimiento técnico ni un gesto aislado de modernización. Fue, en cambio, el inicio de una alianza simbiótica entre el poder político y el naciente poder mediático, que configuraría la cultura pública del país en la segunda mitad del siglo XX. Alemán, figura paradigmática del México posrevolucionario que aspiraba a ser moderno sin renunciar a su caudillismo, comprendió con agudeza que la televisión era más que un invento: era una tribuna sin contrapesos.

La concesión otorgada en 1949 a su amigo Rómulo O’Farrill no fue un acto inocente, sino un gesto calculado de complicidad. La televisión nacía en México bajo el signo de la amistad política y del interés económico, con Alemán como padrino y O’Farrill como prestanombres. Así, el nuevo medio se integraba a la lógica patrimonial del régimen, al tiempo que se ofrecía a la nación como el rostro luminoso de la modernidad. El informe presidencial transmitido por el canal 4 —seguido por escolares convocados a presenciarlo— fue la ceremonia inaugural de un pacto: la palabra presidencial convertida en espectáculo, la política investida con la liturgia de la pantalla.

La prensa, celosa en otras latitudes de su independencia, en México se plegó a la fiesta tecnológica. Desplegados de felicitación, celebraciones pagadas, editoriales laudatorios: todos celebraban al presidente y a su empresario de confianza. En 1951, el homenaje a los dueños de la prensa se presentó como reconocimiento a la libertad de expresión, cuando en realidad consolidaba el sistema de complicidades entre poder y medios. El espectáculo no estaba en el disenso, sino en la unanimidad.

La televisión, al combinar entretenimiento y política, no solo modificó la percepción ciudadana del poder: redefinió el calendario cívico. El 1 de septiembre se transformó en fecha de liturgia nacional, donde la imagen del presidente sustituyó al debate democrático. Así nació una tradición que se prolongaría durante décadas: la televisión como garante del consenso, como escenario en el que el Estado y el empresariado compartían beneficios.

En 1950 no solo se inauguró una tecnología, sino un régimen de visibilidad. La política mexicana encontró en la televisión su espejo más fiel y, a la vez, su máscara más eficaz. El informe de Alemán fue menos un acto de transparencia que el inicio de una opacidad radiante.

 

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